El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

domingo, 30 de agosto de 2009

Los funerales

Casi todos los días veíamos cadáveres nuevos en la vera del río. Era a la mañana, en el momento en que nos mandaban a buscar agua para las mujeres, cuando descubríamos nuevos cuerpos. Es decir, nunca los veíamos llegar, sino que era al comienzo del día, al acercarnos, cuando la playa aparecía cubierta de ellos.
Al principio nos parecía divertido tirarles guijarros desde lejos o pincharlos con una rama hasta que sangraran, pero cuando los mayores se enteraron nos castigaron severamente. Ellos se mostraban muy serios cuando se trataba de sacar los cadáveres y enterrarlos. Parecía no importarles que fueran cada vez más y que tuvieran que pasarse mayor cantidad de tiempo dándoles sepultura, o que ya no pudiéramos celebrar las fiestas en la playa porque el hedor era tan fuerte que no se soportaba. Ellos esperaban como resignados a que nosotros les dijéramos la cantidad para saber cuántos de ellos tenían que ir, y después sencillamente cumplían su tarea con una solemnidad que nos intimidaba.
Los funerales era cuando menos espléndidos. Las mujeres adornaban el lugar que hubieran elegido para el entierro con ofrendas de flores y vasijas llenas de la bebida sagrada, mientras los coros cantaban muy por lo bajo para que se pudieran oír con claridad las oraciones de los sacerdotes. Los hombres más fuertes libraban combates en honor de los muertos y les dedicaban sus triunfos, y todos danzábamos alrededor del lugar hasta caer rendidos de cansancio.
Los primeros cadáveres eran sólo de hombres, pero con el tiempo empezaron a llegar mujeres y, luego, también niños; mi hermano hasta encontró un bebé. Sin embargo, algo que todos tenían en común era estar invariablemente desnudos y con las gargantas cortadas, pero sin más violencia que ésa. Nosotros ignorábamos por completo de dónde aparecían, hasta que, un día, escuchamos a los mayores decir que venían del otro lado, de donde vivían los de enfrente.
Desde chicos siempre nos habían dicho que los de enfrente eran peligrosos, que teníamos que hacer todo lo posible por evitarlos, que eran gente mala. Las mujeres nos lo cantaban cuando jugábamos o nadábamos en el río, y los hombres lo repetían una y otra vez cuando salíamos a cazar, mientras que en cada celebración el sacerdote se encargaba de recordárnoslo.
A veces nos entreteníamos imaginando cómo eran, dibujándolos con palitos en el barro o armándolos con semillas sobre la tierra, porque en verdad nunca los habíamos visto. Nunca habíamos visto nada más que una línea oscura en la margen opuesta del río.
Con lo que los mayores eran sumamente estrictos era con que nos vayamos a la cama a horario. Teníamos que dormir en grupo y siempre había un hombre en la puerta cuidando que a ninguno se le ocurriera salir de la tienda. Pero justamente lo que nos estaba matando de curiosidad era ver el momento en el que los cadáveres llegaban flotando. Si lo lográbamos, tal vez nos sería posible ver aunque sea a alguno de los de enfrente. Sabíamos que no iba a ser fácil hacerlo, pero por eso decidimos turnarnos para escabullirnos. Mi hermano y yo fuimos elegidos primeros para hacerlo.
Ese día tuvimos que juntar hojarasca y ramas durante todo la tarde para simular nuestros cuerpos durmiendo, porque durante la noche los guardias se metían cada tanto a contarnos para asegurarse de que estuviéramos todos. Con mucho cuidado armamos los bultos y los tapamos del mejor modo posible, poniéndolos entre los demás. Después, levantando muy despacio las parras de la pared logramos abrir un agujero lo suficientemente grande para pasar los dos. En cuestión de segundos estábamos afuera, arrastrándonos hacia la maleza.
Una vez protegidos por la frondosidad de los árboles nos pudimos mover con más libertad, y empezamos a caminar encorvados, mientras imitábamos los ruidos de los animales para despistar, como nos habían enseñado los mayores. La playa no estaba demasiado lejos, así que muy rápidamente llegamos a sus arenas, y una vez allí nos escondimos detrás de unos arbustos a la espera de los cadáveres.
Sin embargo, pasaron horas y horas y no vimos nada. Cada tanto se movía algo en el agua, pero enseguida nos dábamos cuenta de que se trataba de algún pez, o tal vez de un caimán. Estaba todo tan quieto que en un momento empezó a hacerse difícil combatir el sueño, que nos empezaba a bajar los párpados y nos impedía mantener la atención. Finalmente, cuando los grillos comenzaron a avisarnos que el amanecer iba a despuntar en cualquier instante, nos pareció prudente arrastrarnos de vuelta a nuestra tienda.
Todavía era de noche y todo seguía muy quieto, pero aun así decidimos no escatimar en cuidados. Por eso decidimos dar un rodeo y tomar un camino diferente al que habíamos seguido a la ida, alejándonos más que nunca de la aldea. Fue precisamente en ese desvío cuando de repente escuchamos unos gemidos. En realidad no fue ni siquiera necesario mirarnos para que empezáramos a movernos en esa dirección, cerca de la cual los ruidos se hacían cada vez más claros.
De pronto distinguimos unas luces, y detrás de la vegetación, unas fogatas. Alrededor del fuego había un montón de hombres, mujeres y algunos niños arrodillados, completamente desnudos, con los pies y manos atados y con las bocas amordazadas. Nos dimos cuenta por las muecas de que lo que a nosotros nos habían llegado como gemidos apagados en realidad eran intentos de gritos. Entre ellos caminaban unos hombres con máscaras, moviéndose con suma serenidad, y que en algunos casos parecían tratar de calmarlos con susurros y palabras que no llegábamos a entender. Era la primera vez que veíamos a los de enfrente, y no eran para nada como nos los habíamos imaginado.
De repente apareció el que creímos que era el líder y los reunió a todos. Eran bastantes, casi tantos como los hombres, mujeres y niños, y una vez que todos estuvieron alrededor del jefe éste les hizo una seña. Sin demora alguna se pusieron a cortarles el cuello a las cautivos, empezando por los hombres, mientras uno de ellos daba vueltas alrededor de los niños cantándoles una canción de cuna que nos sonó muy familiar. Mi hermano y yo nos miramos y nos dimos cuenta de que era la misma canción que nos solían cantar a nosotros los mayores antes de irnos a la cama.
Cuando terminaron con todos los hombres hicieron lo suyo con las mujeres, que ya estaban como descompuestas por el llanto, y, por último, con lo que pareció ternura, degollaron a los niños, que se dejaban agarrar con la docilidad de un animal domado.
Ante el tendal de muertos ninguno de los de enfrente se inmutó y, sin siquiera mirarlos, sacaron de atrás de unos arbustos unas literas que llevaban de a dos y en las que podían cargar varios cadáveres. Cuando ya no quedaba ninguno en el suelo empezaron la marcha a la playa.
Muy a la distancia pero sin perderlos de vista los seguimos hasta allí. Al llegar apoyaron las literas en la arena y empezaron a distribuir los cadáveres como mucho cuidado, asegurándose de que quedaran bastante separados entre sí y muy cerca del agua, mojándolos abundantemente de modo que pareciera que habían venido flotando.
Finalmente, cuando ya no quedaba nada más por hacer, todos se reunieron en círculo y se sacaron las máscaras. Realmente no se les podían ver los rostros porque era un círculo muy, pero muy apretado. El líder cantó una oración y, al terminar, se dispersaron y comenzaron a caminar hacia nosotros. Me costó un poco reconocerlos, pero eran los mayores.



Al otro día nos despertamos como siempre y les dijimos a los otros que no habíamos podido ver nada. Al salir de la tienda las mujeres nos encargaron como de costumbre ir a buscar agua al río. Una vez allí nos encontramos con los cadáveres y uno de nosotros corrió a avisarles a los mayores. Al rato aparecieron con las literas que usaban siempre y nos dijeron que fuéramos río arriba a buscar agua, mientras empezaban a juntarlos y las mujeres recogían flores por ahí, disponiendo todo para los funerales. Fue entonces cuando me separé de mi grupo y me quedé en el lugar. Ningún mayor me dijo nada, pero de algún modo entendí que si quería permanecer tenía que ayudar. Entonces me agaché, los levanté y empecé a juntar los cadáveres como los otros.

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