Pocas cosas me cautivaron tanto como el rostro de Laura Palmer. Y creo que no sólo a mí, sino a todos los personajes de la serie Twin Peaks. Todos en el pueblo parecían irremediablemente presos del encanto de Laura: cada uno de ellos tenía algo que ver con su vida, o por lo menos había buscado involucrarse en ella de algún modo. Concentrando todo el deseo colectivo, una vez muerta poseía un magnetismo aún mayor que viva.
Y cuando mi aprehensión por ella comenzó a crecer a la par de la intriga alrededor de su asesinato (un asesinato cargado de erotismo, lo que la hacía todavía más apetecible, con el pelo revuelto sobre el plástico que la envolvía) me empezó a dar la impresión de que todo el lugar, desde los dos lados de la pantalla, se llenaba de una inflamación sofocante, de una casi desesperación por apretarla entre los brazos, de una urgencia por tenerla cuando y donde fuera. Así Laura se volvió una especie de muñeca y ya no una persona, completamente saturada de nuestro deseo, porque todos queríamos un pedazo de ella, e, insaciables sin satisfacción, nos cebábamos más al recordar que sólo nos quedaba un cuerpo echándose a perder.
Sin embargo, los que la conocimos sólo de muerta tardamos en percatamos de que esto ya sucedía desde antes: que todos la buscaban, todos la deseaban, aunque sea de a partes, a escondidas, e inclusive cuando sólo accedía a recibirte entre sus tinieblas. Cuando supe la verdad de lo que había ocurrido me di cuenta de que la habíamos matado nosotros mismos por quererla tanto.
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