El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Las colinas huecas

Los soplidos del viento a veces parecen el sonido del cuerno de guerra cuando se cuelan por las colinas huecas. A veces es tan auténtico el parecido que nos sobresaltamos tomando nuestras armas, creyendo el vigía nos alerta sobre un enemigo a la distancia. Pero la mayoría de las veces el sonido del viento que se cuela por las colinas huecas no es tan belicosamente provocativo, y más bien se asemeja al aullido de un lobo solitario.
A pesar de que rara vez sufrimos ataques, de otros hombres o de animales salvajes, somos pocos los que nos aventuramos hacia el exterior de las colinas huecas. La mayoría permanece adentro esforzándose con las labores cotidianas de un modo tan arduo que creo que jamás perciben siquiera la llegada de la noche, que es cuando salimos a cazar.
Lo más irresistible de la caza es la agitación de la persecución de la presa y no el momento en el que se la atrapa. La carrera a sudor vivo, la respiración a punto de reventar los pulmones, las piedras que ocasionalmente pueden lastimar la planta de los pies o las espinas que rasguñan las piernas son lo que verdadermante me llevan a salir de las colinas huecas a la noche. Pararme sobre una roca y esperar un movimiento, un vibración de matorrales o una sombra delatora a luz de la luna son el momento previo para el frenesí más absoluto.
Cuando finalmente captura a la presa se desvanece en cuestión de segundos. Y es en esos momentos cuando vuelvo a saber quién soy y me acuerdo de los que quedaron en el interior de las colinas huecas. Es un instante único, en el que la bestia está abandonando mi cuerpo y el recuerdo de los otros lo toma, poniendo piedra sobre piedra, río sobre río, tirando un puñado de tierra negra sobre todo lo que vivo de día dentro de las colinas huecas.
Algo que debería mencionar es que las colinas huecas no están erguidas, sino dadas vueltas, apoyadas sobre su cumbre, volviendo muy difícil moverse cuando se está adentro. Es por eso que construimos niveles y pasajes ascendentes y descendentes en los que cualquiera puede perderse si no los ha recorrido lo suficiente. La ventaja es que hay mucha luz, tal vez demasiada, y es imposible no saber con que va a toparse uno al dar el paso siguiente. Y éste es uno de los misterios más grandes de las colinas huecas: la fuente de toda esa luz. La memoria de nuestros ancestros nos dicen que estaba así desde que llegaron y las habitaron y que nunca nadie pudo rastrear de dónde sale el fulgor. A nosotros ya no nos importa, sino que sólo nos preocupamos por cubrirnos los ojos para poder dormir.

Hoy es día de caza y ya apresté mis armas. La lanza se ve tan clara a la luz que nos rodea y sé que cuando ponga pie afuera se verá tan diferente en la oscuridad que si no fuera porque nunca la suelto pensaría que es otra. El soplido del viento se cuela una vez más y es el inconfundible sonido del cuerno de guerra. Pero ya sabemos que es mentira, y que al salir de las colinas huecas sólo encontraremos nuestras presas.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Esperar a los tártaros


Estoy por terminar El desierto de los tártaros, de Buzzati, un libro que ciertamente no me terminó de convencer. Pero sí tiene una idea, en realidad el núcleo de la historia, que me pareció interesante.
Un soldado se encamina hacia una fortaleza fronteriza que existe de tiempo inmemorial para proteger a la nación de los tártaros, un pueblo de cuya existencia a veces se duda. Pasan los años para el soldado, y con él parte de su juventud, así como la de los otros en el fuerte. El tedio es tan grande que, como buenos militares que son, conciben la guerra como el único golpe capaz de sacarlos de semejante sopor trágico. Pero la guerra parece no llegar nunca, lo que no impide que la sed de gloria crezca cada vez más, aunque no se trate de una sed de gloria agazapada para atacar ni bien tenga la oportunidad, sino de una sed provocada por el desierto que se extiende delante de ellos, que agota y dilata los ojos a la búsqueda de un enemigo que no llega.
Y a partir de esto pensé cómo nuestra juventud es también un fuerte fronterizo. Estamos cerca de un límite, con todas nuestras armas aprestadas para batallar, con la misma sed de gloria para nuestras vidas y con la esperanza de que, si se presenta pelea, vamos a ganar. Pero, ¿y si no? No quiero decir si no ganamos, que por lo menos dejar las cicatrices de la lucha, sino, ¿y si nunca batallamos? ¿Y si nunca se nos presenta la oportunidad de obtener la gloria? ¿Y si nos pasamos años en nuestras fortalezas a la espera de lo mejor y sólo conseguimos que nos sople el viento frío en la cara?
Hay en algún dudoso saber popular la idea de que los miedos que más nos aterrorizan en la vida son cosas como que nos dejen de amar, que perdamos a quien queremos o nuestra propia muerte. Pero creo que, como en muchos casos, el saber popular se equivoca. Creo que el peor miedo que podemos tener en esta vida es quedarnos esperando a los tártaros hasta el final y que nunca lleguen.
Es hora de tomar las armas.

Armonías

Es fácil acomodarse en las armonías apacibles. Son esas de las certezas, o las que por lo menos prometen una con tal de confiar lo suficiente como para olvidarse de porqué dudamos en primer lugar. Las armonías apacibles son las que nos educan, y a las que nos entregamos totalmente desesperados por un mundo que no tiene sentido para que nos arrullen para poder dormir.
Pero también están por ahí las armonías vibrantes, que se manifiestan cuando se nos agrieta algo. Son las de la intranquilidad y el desasosiego, pero no del enloquecedor, sino de aquel que cada vez me parece más necesario, el de la incertidumbre que, desafiando las leyes de la lógica, en su no asertividad dice más que las afirmaciones complacientes.