El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

martes, 18 de agosto de 2009

Liliana

Hay muchas razones que me hacían odiar las visitas a lo de mi abuela. En parte se debía a la poca luz que había en esa casa, al maníatico orden que era imposible obviar o a la ridícula costumbre de poner los cubiertos como mandan los principios de etiqueta. Pero creo que lo que superaba todo era esa especie de ley no siempre tácita de que los chicos nos teníamos que callar cuando los adultos hablaban.
Otra cosa era el retrato ese de la chica que siempre me había gustado pero no sabía quien era. Era tan tímido que nunca me atreví a contárselo a nadie, pero las veces que logré juntar coraje para preguntar quién era me encontré con sólo silencios o miras que me llegaron a parecer como ofendidas.
Era una foto sacada en un día al aire libre, en un parque o una quinta, con la cabeza reclinada junto a un árbol. Y creo recordar que tendría algo asi como 9, 10 años, y el pelo mas lagro de lo que entraba en el cuadro. Nunca me había enamorado hasta el momento pero creo que esa fue mi primera vez, porque cuando me quedaba a dormir en lo de mi abuela lo primero que hacía era ir a ver la foto, siempre a escondidas, por supuesto, imaginándome que jugábamos, pero a unos juegos que nunca se me había ocurrido jugar con nadie más ni que podria describir. A falta de un nombre le había puesto Liliana.

Me imaginaba que le habían sacado la foto hace mucho tiempo porque era blanco y negro y porque la sonrisa parecía sencillamente como de antes, como si hace tan solo unos años la gente tuviera la costumbre de sonreír de un modo en el que ya no se acuerdan o no nos quieren mostrar.
Una tarde en la que mi abuela se fue para el fondo se nos ocurrió a mis primos y a mí aprovechar la ocasión para revolver lo que había en esos roperos tan atiborrados que nunca nos dejaban revisar. Mi abuela los tenía llenos de cosas que apenas había usado, o que estaban aún en sus envoltorios, y cuando le preguntábamos porqué nos decia que así hacía el que había pasado la guerra, pero lo mas extraño de la respuesta es que ella había nacido en Argentina cinco años después de que sus padres hubieran escapado de Europa.
La cantidad de cosas que había apiladas desafiaban cualquier preconcepto sobre lo que es posible de guardar en un espacio tan reducido como un ropero de dos cuerpos. Pero evidentemente alguien había apisado con fuerza todo lo que ahí había porque siempre que levantábamos algo había algo mas donde parecía que ya íbamos a encontrar el fondo de madera. En un momento en que mis primos se estaban entreteniendo con unos sombreros viejos sentí con el borde de la mano una superficie dura. Tanteé un poco y me parecio que era una caja de cartón. Con dificultad tiré hacia mi y se me vino encima, cayéndome sobre una pila de sacos apolillados. La verdad es que no tenía idea de qué era lo que podía encontrar en esa caja, pero de repente me invadió un profundo sentimiento de privacidad, de que lo que había adentro me concernía íntimamente, y me escabullí hacia la cocina, alejándome del saqueo que estábamos perpetrando.
Acerqué una silla a la mesa y sobre el mantel de plástico que mi abuela siempre ponía cada vez que íbamos nosotros apoyé la caja. Lo que tenía frente a mi se me cifró en el momento como la profanación de un misterio, aunque seguía sin saber qué era lo que contenía. Por eso me puse a pasarle el dedo a la tapa. Primero por los costados, de a uno, y solo con las yemas, y despues ya con la palma entera sobre la parte de arriba. Era una superficie áspera, y creo que me entretuve un buen rato tratando de armar el patrón de rugosidades que sentía con la mano, sin todavía animarme a abrirla.
Evidentemente estaba completamente abstraído con lo que pensaba que no me di cuenta de que mi abuela estaba entrando en la cocina. Y la rigidez que le marcaba cada una de las arrugas de repente se le fue y la cara se le pobló con absoluta y pura vergüenza. A mí se me aflojaron las piernas y la mano se me hizo de piedra sobre la caja, con un miedo como pocas veces sentí.
Al instante mi abuela dio dos pasos arrastrando los pies y sin todavía acusar recibo de mi presencia hizo un intento para levantarla, pero yo tenía la mano paralizada encima sin saber porqué, y en verdad quise sacarla pero no pude. Finalmente la determinación de mi abuela fue tal que logró quitármela, pero como todavia estaba haciendo presión encima de la tapa la caja se terminó precipitando sobre el suelo.
En realidad lo que había adentro eran sólo fotos. De la familia, de mi papá, de mi tío, de familiares que alguna vez había visto. Pero a pesar de que eran muchísimas fotos y muchísimas personas, entre toda esa gente la vi a Liliana. Liliana contra el árbol, en una hamaca, con un perro, con unos chicos contra un arco, en la escuela con la maestra, y con mi abuela mucho más joven sosteniéndola en su regazo, con esa sonrisa que a mí me parecia que se habían olvidado, o que ya no me querían mostrar.
Me agaché, junté todas la fotos y las metí en la caja frente a la postura abatida de mi abuela, que se habia quedado muda frente a las imágenes, aunque en ese momento supe de algún modo que sus ojos se habían posado sólo en las fotos de Liliana, y que más que mirarlas ellas la estaban mirando a mi abuela.
Fui al cuarto donde estaba el ropero y, con mis primos todavía de fondo con los sombreros, la puse donde la había encontrado. Esa tarde no me animé a ver a mi abuela y le pedí a mi papá que me fuera a buscar antes porque me dolía la panza.
No pasaron muchos días antes de que volviera, y no es que la curiosidad hubiera desaparecido, pero la tenía como aplastada, y no rondé la repisa donde siempre estaba el retrato de Liliana. Sin embargo, un rato antes de irme me acerqué y la miré. Tengo la certeza de que en ese momento lloré, pero no sé si con lágrimas y la respiración entrecortada, pero sé que lloré. Y todo el amor que tenía por ella en el pecho lo dejé en ese rincón y me despedí.
A partir de ese momento las visitas a lo de mi abuela dejaron de ser tan odiosas. No porque hubiera abandonado los hábitos insoportables que tanto me irritaban, ni porque se hubiera vuelto mas cariñosa con nosotros, aunque yo empecé a sentir que a veces me quería a su lado. Y yo sorpresivamente comencé a disfrutar de pasar tiempo con ella. Siempre callados, a veces sin si quiera dirigirnos la mirada, pero con pleno registro del otro en la mesa de la cocina. Y al mirar hacia abajo veía las baldosas sobre las que se habían caído las fotos y me parecía que ella hacía lo mismo. Hoy y entonces sé que la sensación era la misma de aquella vez: que la que miraba era Liliana a nosotros, desde las fotos.

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