El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

domingo, 30 de agosto de 2009

Los funerales

Casi todos los días veíamos cadáveres nuevos en la vera del río. Era a la mañana, en el momento en que nos mandaban a buscar agua para las mujeres, cuando descubríamos nuevos cuerpos. Es decir, nunca los veíamos llegar, sino que era al comienzo del día, al acercarnos, cuando la playa aparecía cubierta de ellos.
Al principio nos parecía divertido tirarles guijarros desde lejos o pincharlos con una rama hasta que sangraran, pero cuando los mayores se enteraron nos castigaron severamente. Ellos se mostraban muy serios cuando se trataba de sacar los cadáveres y enterrarlos. Parecía no importarles que fueran cada vez más y que tuvieran que pasarse mayor cantidad de tiempo dándoles sepultura, o que ya no pudiéramos celebrar las fiestas en la playa porque el hedor era tan fuerte que no se soportaba. Ellos esperaban como resignados a que nosotros les dijéramos la cantidad para saber cuántos de ellos tenían que ir, y después sencillamente cumplían su tarea con una solemnidad que nos intimidaba.
Los funerales era cuando menos espléndidos. Las mujeres adornaban el lugar que hubieran elegido para el entierro con ofrendas de flores y vasijas llenas de la bebida sagrada, mientras los coros cantaban muy por lo bajo para que se pudieran oír con claridad las oraciones de los sacerdotes. Los hombres más fuertes libraban combates en honor de los muertos y les dedicaban sus triunfos, y todos danzábamos alrededor del lugar hasta caer rendidos de cansancio.
Los primeros cadáveres eran sólo de hombres, pero con el tiempo empezaron a llegar mujeres y, luego, también niños; mi hermano hasta encontró un bebé. Sin embargo, algo que todos tenían en común era estar invariablemente desnudos y con las gargantas cortadas, pero sin más violencia que ésa. Nosotros ignorábamos por completo de dónde aparecían, hasta que, un día, escuchamos a los mayores decir que venían del otro lado, de donde vivían los de enfrente.
Desde chicos siempre nos habían dicho que los de enfrente eran peligrosos, que teníamos que hacer todo lo posible por evitarlos, que eran gente mala. Las mujeres nos lo cantaban cuando jugábamos o nadábamos en el río, y los hombres lo repetían una y otra vez cuando salíamos a cazar, mientras que en cada celebración el sacerdote se encargaba de recordárnoslo.
A veces nos entreteníamos imaginando cómo eran, dibujándolos con palitos en el barro o armándolos con semillas sobre la tierra, porque en verdad nunca los habíamos visto. Nunca habíamos visto nada más que una línea oscura en la margen opuesta del río.
Con lo que los mayores eran sumamente estrictos era con que nos vayamos a la cama a horario. Teníamos que dormir en grupo y siempre había un hombre en la puerta cuidando que a ninguno se le ocurriera salir de la tienda. Pero justamente lo que nos estaba matando de curiosidad era ver el momento en el que los cadáveres llegaban flotando. Si lo lográbamos, tal vez nos sería posible ver aunque sea a alguno de los de enfrente. Sabíamos que no iba a ser fácil hacerlo, pero por eso decidimos turnarnos para escabullirnos. Mi hermano y yo fuimos elegidos primeros para hacerlo.
Ese día tuvimos que juntar hojarasca y ramas durante todo la tarde para simular nuestros cuerpos durmiendo, porque durante la noche los guardias se metían cada tanto a contarnos para asegurarse de que estuviéramos todos. Con mucho cuidado armamos los bultos y los tapamos del mejor modo posible, poniéndolos entre los demás. Después, levantando muy despacio las parras de la pared logramos abrir un agujero lo suficientemente grande para pasar los dos. En cuestión de segundos estábamos afuera, arrastrándonos hacia la maleza.
Una vez protegidos por la frondosidad de los árboles nos pudimos mover con más libertad, y empezamos a caminar encorvados, mientras imitábamos los ruidos de los animales para despistar, como nos habían enseñado los mayores. La playa no estaba demasiado lejos, así que muy rápidamente llegamos a sus arenas, y una vez allí nos escondimos detrás de unos arbustos a la espera de los cadáveres.
Sin embargo, pasaron horas y horas y no vimos nada. Cada tanto se movía algo en el agua, pero enseguida nos dábamos cuenta de que se trataba de algún pez, o tal vez de un caimán. Estaba todo tan quieto que en un momento empezó a hacerse difícil combatir el sueño, que nos empezaba a bajar los párpados y nos impedía mantener la atención. Finalmente, cuando los grillos comenzaron a avisarnos que el amanecer iba a despuntar en cualquier instante, nos pareció prudente arrastrarnos de vuelta a nuestra tienda.
Todavía era de noche y todo seguía muy quieto, pero aun así decidimos no escatimar en cuidados. Por eso decidimos dar un rodeo y tomar un camino diferente al que habíamos seguido a la ida, alejándonos más que nunca de la aldea. Fue precisamente en ese desvío cuando de repente escuchamos unos gemidos. En realidad no fue ni siquiera necesario mirarnos para que empezáramos a movernos en esa dirección, cerca de la cual los ruidos se hacían cada vez más claros.
De pronto distinguimos unas luces, y detrás de la vegetación, unas fogatas. Alrededor del fuego había un montón de hombres, mujeres y algunos niños arrodillados, completamente desnudos, con los pies y manos atados y con las bocas amordazadas. Nos dimos cuenta por las muecas de que lo que a nosotros nos habían llegado como gemidos apagados en realidad eran intentos de gritos. Entre ellos caminaban unos hombres con máscaras, moviéndose con suma serenidad, y que en algunos casos parecían tratar de calmarlos con susurros y palabras que no llegábamos a entender. Era la primera vez que veíamos a los de enfrente, y no eran para nada como nos los habíamos imaginado.
De repente apareció el que creímos que era el líder y los reunió a todos. Eran bastantes, casi tantos como los hombres, mujeres y niños, y una vez que todos estuvieron alrededor del jefe éste les hizo una seña. Sin demora alguna se pusieron a cortarles el cuello a las cautivos, empezando por los hombres, mientras uno de ellos daba vueltas alrededor de los niños cantándoles una canción de cuna que nos sonó muy familiar. Mi hermano y yo nos miramos y nos dimos cuenta de que era la misma canción que nos solían cantar a nosotros los mayores antes de irnos a la cama.
Cuando terminaron con todos los hombres hicieron lo suyo con las mujeres, que ya estaban como descompuestas por el llanto, y, por último, con lo que pareció ternura, degollaron a los niños, que se dejaban agarrar con la docilidad de un animal domado.
Ante el tendal de muertos ninguno de los de enfrente se inmutó y, sin siquiera mirarlos, sacaron de atrás de unos arbustos unas literas que llevaban de a dos y en las que podían cargar varios cadáveres. Cuando ya no quedaba ninguno en el suelo empezaron la marcha a la playa.
Muy a la distancia pero sin perderlos de vista los seguimos hasta allí. Al llegar apoyaron las literas en la arena y empezaron a distribuir los cadáveres como mucho cuidado, asegurándose de que quedaran bastante separados entre sí y muy cerca del agua, mojándolos abundantemente de modo que pareciera que habían venido flotando.
Finalmente, cuando ya no quedaba nada más por hacer, todos se reunieron en círculo y se sacaron las máscaras. Realmente no se les podían ver los rostros porque era un círculo muy, pero muy apretado. El líder cantó una oración y, al terminar, se dispersaron y comenzaron a caminar hacia nosotros. Me costó un poco reconocerlos, pero eran los mayores.



Al otro día nos despertamos como siempre y les dijimos a los otros que no habíamos podido ver nada. Al salir de la tienda las mujeres nos encargaron como de costumbre ir a buscar agua al río. Una vez allí nos encontramos con los cadáveres y uno de nosotros corrió a avisarles a los mayores. Al rato aparecieron con las literas que usaban siempre y nos dijeron que fuéramos río arriba a buscar agua, mientras empezaban a juntarlos y las mujeres recogían flores por ahí, disponiendo todo para los funerales. Fue entonces cuando me separé de mi grupo y me quedé en el lugar. Ningún mayor me dijo nada, pero de algún modo entendí que si quería permanecer tenía que ayudar. Entonces me agaché, los levanté y empecé a juntar los cadáveres como los otros.

viernes, 28 de agosto de 2009

Una versión de la vergüenza

La pornografía no tiene nada que ver con lo que la gente suele imaginarse. Al comienzo pensé que se trataba sólo de coger todo el tiempo para que te vean, hasta que tuve que darme cuenta de que se trataba de más que eso. Porque nosotros somos importantes, ¿entendés?, para la sociedad, digo, aunque hoy todo el mundo nos mire de a ratitos y a escondidas en Internet, listos para dejarnos de lado ni bien acaban. Pero yo sé que después se quedan pensando en nosotros, quizá sin siquiera darse cuenta de que somos nosotros, pero ¿quién más los va a prender fuego cuando ya no los calienta nada?
Te puede dar la impresión de que estoy resentido o algo así, pero la verdad es que no. Soy completamente conciente del lugar que ocupo, y no es que lo quiera cambiar, ya no puedo, pero sólo me interesa desarmar toda la hipocresía que hay alrededor. Eso es algo que no tolero, la hipocresía. Como cuando mi vieja armó tremendo escándalo el día que se enteró a qué me dedicaba, como si los años de cuernos a mi viejo la hubieran hecho algo mejor que yo. Pero se equivocan, ella y todos los que piensan así. No son mejores que nosotros.
Sí te puedo contar cómo fue que me di cuenta de lo importante que somos. Hace unos meses estaba en un ascensor y una mina que se subió en uno de los pisos de repente me reconoció. Al principio me miraba sólo de reojo, porque evidentemente le resultaba familiar, pero bastó un ir y venir de cabeza y que todos los colores se le fueran a la cara para que no hubiera más dudas de que había caído que era yo. Y te juro que lo único que hice fue girar poniendo el gesto más neutral que me salió, pero la mina escondió la cabeza entre los hombros enseguida, aunque dejándome ver lo que para mí fue una revelación: no sólo que era obvio que se había echado un buen polvo o una buena paja con un video mío, sino que quedó desnuda ante mí. "Esta mina," pensé, "que se debe coger al marido o al novio o a quien sea una vez cada tanto, acaba de ver al tipo con el que se armó tremenda fantasía y no en la pantalla como la otra vez, sino justo al ladito. Tan cerca que hasta me puede tocar. Si hasta se le debe estar pasando por la cabeza que me la puedo terminar cogiendo como a esa norteamericana con la que hice el clip del ascensor el año pasado." A mí no me importó que todo lo que yo hago haya quedado expuesto, pero a ella sí, porque se fue muy rápido toda avergonzada. Pero seguro que muy caliente también.
Es por eso que desde ese día me siento importante. No porque disfrute la vergüenza de la gente que me reconoce, sino porque me doy cuenta de que cuando sucede, a ellos les pasa algo muy intenso. Muy único. Porque yo soy alguien que siempre tienen ganas de ver, pero, claro, cuando me aparezco en persona quieren salir corriendo. ¿Te imaginás esa contradicción toda junta en un segundo? Y después quedan re calientes, segurísimo. Me los imagino yendo a la casa a ver los videos de nuevo, para ver si la tengo tan grande como se acordaban, o si soy tan bestia para hacerlo, porque claro, ahora seguro que soy de verdad.
¿Y porque creo que es algo que vale la pena sentir, me preguntarás? Porque la vergüenza, la exposición, es algo necesario, ¿sabés? Es un escalofrío que te descoloca, que te hace esconderte primero, pero que te hace sentir algo que no te pasa todo el tiempo, que te renueva, porque después lo mirás todo como con picardía, con el ánimo entusiasmado. Eso te renueva, te aceita las venas, porque desde el momento en que se te achica el corazón en ese instante, justo después se te agranda y se te acelera el pulso. Es como un baldazo que te saca de la rutina en la que vivís y te dice: "Che, estás vivo". Y de ahí a que se te pare o que una mina se moje toda hay dos pasos, te lo firmo.
Y en eso te tengo que decir que los envidio. Porque después de todo lo que hice en los últimos años te juro que la vergüenza la perdí sin retorno. No es que sufra, al contrario, me gusta mi vida, pero extraño esa sensación de sentirme a veces chiquito ante algo o alguien. Y, de nuevo, no me considero ni mejor ni peor que nadie. Pero yo ya saqué todo en la pantalla, hasta lo que los otros ni ven.

jueves, 20 de agosto de 2009

Sobre Laura Palmer y quién la mató


Pocas cosas me cautivaron tanto como el rostro de Laura Palmer. Y creo que no sólo a mí, sino a todos los personajes de la serie Twin Peaks. Todos en el pueblo parecían irremediablemente presos del encanto de Laura: cada uno de ellos tenía algo que ver con su vida, o por lo menos había buscado involucrarse en ella de algún modo. Concentrando todo el deseo colectivo, una vez muerta poseía un magnetismo aún mayor que viva.
Y cuando mi aprehensión por ella comenzó a crecer a la par de la intriga alrededor de su asesinato (un asesinato cargado de erotismo, lo que la hacía todavía más apetecible, con el pelo revuelto sobre el plástico que la envolvía) me empezó a dar la impresión de que todo el lugar, desde los dos lados de la pantalla, se llenaba de una inflamación sofocante, de una casi desesperación por apretarla entre los brazos, de una urgencia por tenerla cuando y donde fuera. Así Laura se volvió una especie de muñeca y ya no una persona, completamente saturada de nuestro deseo, porque todos queríamos un pedazo de ella, e, insaciables sin satisfacción, nos cebábamos más al recordar que sólo nos quedaba un cuerpo echándose a perder.
Sin embargo, los que la conocimos sólo de muerta tardamos en percatamos de que esto ya sucedía desde antes: que todos la buscaban, todos la deseaban, aunque sea de a partes, a escondidas, e inclusive cuando sólo accedía a recibirte entre sus tinieblas. Cuando supe la verdad de lo que había ocurrido me di cuenta de que la habíamos matado nosotros mismos por quererla tanto.

martes, 18 de agosto de 2009

Liliana

Hay muchas razones que me hacían odiar las visitas a lo de mi abuela. En parte se debía a la poca luz que había en esa casa, al maníatico orden que era imposible obviar o a la ridícula costumbre de poner los cubiertos como mandan los principios de etiqueta. Pero creo que lo que superaba todo era esa especie de ley no siempre tácita de que los chicos nos teníamos que callar cuando los adultos hablaban.
Otra cosa era el retrato ese de la chica que siempre me había gustado pero no sabía quien era. Era tan tímido que nunca me atreví a contárselo a nadie, pero las veces que logré juntar coraje para preguntar quién era me encontré con sólo silencios o miras que me llegaron a parecer como ofendidas.
Era una foto sacada en un día al aire libre, en un parque o una quinta, con la cabeza reclinada junto a un árbol. Y creo recordar que tendría algo asi como 9, 10 años, y el pelo mas lagro de lo que entraba en el cuadro. Nunca me había enamorado hasta el momento pero creo que esa fue mi primera vez, porque cuando me quedaba a dormir en lo de mi abuela lo primero que hacía era ir a ver la foto, siempre a escondidas, por supuesto, imaginándome que jugábamos, pero a unos juegos que nunca se me había ocurrido jugar con nadie más ni que podria describir. A falta de un nombre le había puesto Liliana.

Me imaginaba que le habían sacado la foto hace mucho tiempo porque era blanco y negro y porque la sonrisa parecía sencillamente como de antes, como si hace tan solo unos años la gente tuviera la costumbre de sonreír de un modo en el que ya no se acuerdan o no nos quieren mostrar.
Una tarde en la que mi abuela se fue para el fondo se nos ocurrió a mis primos y a mí aprovechar la ocasión para revolver lo que había en esos roperos tan atiborrados que nunca nos dejaban revisar. Mi abuela los tenía llenos de cosas que apenas había usado, o que estaban aún en sus envoltorios, y cuando le preguntábamos porqué nos decia que así hacía el que había pasado la guerra, pero lo mas extraño de la respuesta es que ella había nacido en Argentina cinco años después de que sus padres hubieran escapado de Europa.
La cantidad de cosas que había apiladas desafiaban cualquier preconcepto sobre lo que es posible de guardar en un espacio tan reducido como un ropero de dos cuerpos. Pero evidentemente alguien había apisado con fuerza todo lo que ahí había porque siempre que levantábamos algo había algo mas donde parecía que ya íbamos a encontrar el fondo de madera. En un momento en que mis primos se estaban entreteniendo con unos sombreros viejos sentí con el borde de la mano una superficie dura. Tanteé un poco y me parecio que era una caja de cartón. Con dificultad tiré hacia mi y se me vino encima, cayéndome sobre una pila de sacos apolillados. La verdad es que no tenía idea de qué era lo que podía encontrar en esa caja, pero de repente me invadió un profundo sentimiento de privacidad, de que lo que había adentro me concernía íntimamente, y me escabullí hacia la cocina, alejándome del saqueo que estábamos perpetrando.
Acerqué una silla a la mesa y sobre el mantel de plástico que mi abuela siempre ponía cada vez que íbamos nosotros apoyé la caja. Lo que tenía frente a mi se me cifró en el momento como la profanación de un misterio, aunque seguía sin saber qué era lo que contenía. Por eso me puse a pasarle el dedo a la tapa. Primero por los costados, de a uno, y solo con las yemas, y despues ya con la palma entera sobre la parte de arriba. Era una superficie áspera, y creo que me entretuve un buen rato tratando de armar el patrón de rugosidades que sentía con la mano, sin todavía animarme a abrirla.
Evidentemente estaba completamente abstraído con lo que pensaba que no me di cuenta de que mi abuela estaba entrando en la cocina. Y la rigidez que le marcaba cada una de las arrugas de repente se le fue y la cara se le pobló con absoluta y pura vergüenza. A mí se me aflojaron las piernas y la mano se me hizo de piedra sobre la caja, con un miedo como pocas veces sentí.
Al instante mi abuela dio dos pasos arrastrando los pies y sin todavía acusar recibo de mi presencia hizo un intento para levantarla, pero yo tenía la mano paralizada encima sin saber porqué, y en verdad quise sacarla pero no pude. Finalmente la determinación de mi abuela fue tal que logró quitármela, pero como todavia estaba haciendo presión encima de la tapa la caja se terminó precipitando sobre el suelo.
En realidad lo que había adentro eran sólo fotos. De la familia, de mi papá, de mi tío, de familiares que alguna vez había visto. Pero a pesar de que eran muchísimas fotos y muchísimas personas, entre toda esa gente la vi a Liliana. Liliana contra el árbol, en una hamaca, con un perro, con unos chicos contra un arco, en la escuela con la maestra, y con mi abuela mucho más joven sosteniéndola en su regazo, con esa sonrisa que a mí me parecia que se habían olvidado, o que ya no me querían mostrar.
Me agaché, junté todas la fotos y las metí en la caja frente a la postura abatida de mi abuela, que se habia quedado muda frente a las imágenes, aunque en ese momento supe de algún modo que sus ojos se habían posado sólo en las fotos de Liliana, y que más que mirarlas ellas la estaban mirando a mi abuela.
Fui al cuarto donde estaba el ropero y, con mis primos todavía de fondo con los sombreros, la puse donde la había encontrado. Esa tarde no me animé a ver a mi abuela y le pedí a mi papá que me fuera a buscar antes porque me dolía la panza.
No pasaron muchos días antes de que volviera, y no es que la curiosidad hubiera desaparecido, pero la tenía como aplastada, y no rondé la repisa donde siempre estaba el retrato de Liliana. Sin embargo, un rato antes de irme me acerqué y la miré. Tengo la certeza de que en ese momento lloré, pero no sé si con lágrimas y la respiración entrecortada, pero sé que lloré. Y todo el amor que tenía por ella en el pecho lo dejé en ese rincón y me despedí.
A partir de ese momento las visitas a lo de mi abuela dejaron de ser tan odiosas. No porque hubiera abandonado los hábitos insoportables que tanto me irritaban, ni porque se hubiera vuelto mas cariñosa con nosotros, aunque yo empecé a sentir que a veces me quería a su lado. Y yo sorpresivamente comencé a disfrutar de pasar tiempo con ella. Siempre callados, a veces sin si quiera dirigirnos la mirada, pero con pleno registro del otro en la mesa de la cocina. Y al mirar hacia abajo veía las baldosas sobre las que se habían caído las fotos y me parecía que ella hacía lo mismo. Hoy y entonces sé que la sensación era la misma de aquella vez: que la que miraba era Liliana a nosotros, desde las fotos.

domingo, 16 de agosto de 2009

Las patas sobre el cantero

Todos sabíamos en el barrio que le pegaban. Los padres, quiero decir.
A veces aparecía con el pelo desaliñado y los ojos llorosos, y bastaba con que alguno le preguntara qué le había pasado para que nos lo confirmara con su huida a paso apretado. Escondiendo la cara entre los hombros. Eso es de lo que más me acuerdo.
Era hija única, o eso es lo que le había parecido al resto, porque sus padres tenían otro hijo, Humberto. Contrariamente a lo que demostraban por Gabriela, era una desesperación inexplicable la que tenían por él. Todos éramos testigos de la devoción que mostraban cada vez que aparecía, y en particular de la que le obligaban a Gabriela a prestarle. Los abrazos, los besos, las caricias, todo era excesivo, al punto que se podía pensar que era amor, si es que se puede sentir tal cosa por un gato y no por un hijo. A Gabriela parecían realmente detestarla, como deseando todo el tiempo que no hubiera nacido, y castigándola constantemente por eso, por uno de los únicos actos realmente involuntarios de nuestras vidas.
Con el paso de los años Gabriela creció y el esañamiento de sus padres se apaciguó. No el odio, pero sí seguramente la frecuencia de las palizas, lo ridículo de sus motivos, la fuerza de los golpes. Me imagino que, como todo el mundo, los padres sencillamente se cansaron de hacer lo que habían hecho siempre con su hija. De hecho, en un momento a todos nos dio la impresión, siempre entre murmullos y miradas cruzadas, de que tal vez ya no le hacían daño.
Finalmente un día desapareció. Fue en verano, porque me acuerdo de que siempre la veía caminar al almacén a comprar alimento balanceado para el gato con ese vestido amarillo cortito que le quedaba tan bien, y un día sencillamente no la vi más. Y nadie dijo mucho, o en realidad sí, alguien hizo una vez un comentario jocoso, del estilo de que estaba enterrada en el fondo de la casa o de que los padres la habían echado y se había hecho puta. Y yo me debo haber reído, seguramente acicateado por algunas cervezas que tenía encima, pero la verdad es que después me sentí culpable.
Un día me acuerdo de que tuve que ir a la casa de los padres. En esa época yo había dejado la escuela y me había puesto de aprendiz de electricista. La madre me había llamado porque se le habían quemado unos cables y necesitaba que se los cambie. Cuando entré me recibió en bata con esa expresión perdida y huraña que llevaba siempre, mientras el padre se arrastraba al cuarto sin saludar.
Gabriela ya había desaparecido hace dos meses y yo todavía sentía esa culpa, para entonces inexplicable, que me estaba matando de ganas de preguntarle qué había sido de ella, deseando que me dijeran cualquier cosa que me hiciera pensar que no había pasado nada de lo que me había reído. Pero no sé por qué, en ese momento me percaté de que el gato no estaba. En realidad no llevaba en la casa más de unos minutos pero es como si hubiera percibido algo que me señaló su ausencia y, me imagino que por los nervios, le pregunté por el animal en lugar de por Gabriela.
"¿Eh?", me dijo la madre al tiempo que se le desarmaba el gesto hostil y la cara se le cubría como con una sombra, con toda la tristeza, dolor y odio del mundo. Sin siquiera mirarme se dio vuelta y se fue para la cocina.
"Lo mató un hijo de puta hace dos meses," me dijo el padre con la voz ahogada por la somnoliencia desde la cama. "Apareció ahorcadito en el patio, con las patitas colgando sobre el cantero..."
No tengo idea de cómo hice pero logré terminar el arreglo en dos minutos y les dije acercándome a la puerta que estaba apurado y que no se preocuparan por la plata, que uno de esos días pasaba a que me pagaran. En verdad nunca lo hice, y cada vez que veía venir a alguno de los dos por la calle los evitaba, nos evitábamos.
Hace un tiempo que no los veo más, y la verdad es que lo agradezco. A veces me pregunto por qué y me digo a mí mismo que no tengo la respuesta, pero creo que es la vergüenza. La vergüenza de haberme inmiscuido en lo que no me importaba, por haber sido tan estúpido de preguntar otra cosa, por haberme ido casi corriendo de esa casa de locos, por hasta sentir pena por el gato. O quizá fue vergüenza por todos: por el barrio, por mí, por los padres, por Gabriela misma. Porque todos sabíamos menos el gato.