Nosotros estuvimos a punto de ser descubiertos en una ocasión. Era una de las primeras veces que nos ocultábamos, y yo estaba muy nervioso. Al escuchar pasos sobre nosotros me puse a temblar como una hoja, y sin darme cuenta me apoyé contra la pared, tirando una cajita de cartón que tenía sólo uno hilos adentro. Una cajita de cartón con sólo hilos adentro. ¿Hay algo que pueda hacer menos ruido? De hecho, yo ni siquiera la oí caer, sino que la sentí y la vi caer. Sin embargo, los guardias sí la oyeron, realmente no sé cómo, porque fue prácticamente inaudible, pero nos dimos cuenta porque se pararon en seco, como si en ese instante se les hubieran llenado de plomo los pies y no se hubieran podido mover más. Por suerte logramos distraer la atención de los guardias haciendo ruido en la otra punta del escondite, pero como el nuestro estaba pegado al de unos vecinos se los terminaron llevando a ellos. Es el día de hoy en el que todavía no me explico cómo es que pudieron oír la cajita. A veces pienso que, como yo, ellos también la vieron caer.
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A veces nos teníamos que ocultar hasta por dos o tres días, y otras era cuestión de sólo un par de horas. En realidad era muy importante darse cuenta de cuál era el momento indicado para salir, porque, como todo escaseaba, los primeros en hacerlo saqueaban los departamentos de los que todavía estaban en sus escondites. Sin embargo, a los más codiciosos a veces les salía mal porque a menudo los guardias simulaban haberse ido, pero en verdad estaban todavía merodeando y esperando que alguno se les apareciera en el pasillo con una bolsa de pan o tal vez una joya barata.
Me acuerdo en una oportunidad que me ofrecí para salir antes que todos. Nadie nunca lo decía abiertamente, es decir, había una especie de entendimiento impícito de que el que salía primero lo hacía para asegurarse de que no había nadie más, pero en realidad, y este era otro entedimiento implícito, salíamos a ver qué podíamos robarnos por ahí.
Esa vez me tocó a mí, y, al salir a la superficie lo primero que hice fue esconder toda la comida que habíamos dejado al alcance, para que nadie se la llevara. Puse la polenta debajo de un mueble junto con el poco café que nos quedaba. También me acuerdo de que encontré un taza de leche rancia. La levanté, la olí y la escondí igual.
Los pasillos estaban completamente desiertos, con todas las puertas de los departamentos abiertas de par en par, como invitando a saquearlos, pero también dando testimonio del paso de los guardias, que siempre podían estar todavía a la vuelta de cualquier esquina. Empecé a recorrer el lugar con pasos rápidos, echando miradas furtivas en las cocinas y los livings, pero encontrando muy poco que valiera la pena. Me acuerdo de llegar a lo de los Sacchi y ver sobre la mesa los libros que me había prestado el padre unos días antes para matar el aburrimiento. Debo confesar que justo al lado alguien había dejado un pedazo pequeño de torta, seguramente por el apuro de esconderse. Lo miré y pensé en lo mucho que extrañaba el sabor de la torta, y en lo difícil que eral conseguir los ingredientes para hacerla. Sin poder controlarme se me empezó a llenar la boca de saliva. Sin embargo, miré la torta y los libros y me fui.
Seguí recorriendo el piso, y cuando terminé de requisarlo subí las escaleras para revisar los departamentos de arriba. Ya ahí empecé a entar y salir frenéticamente de cada casa porque en cualquier momento todo el mundo iba a abandonar sus escondites e iba a perder la oportunidad de llevarme algo.
De repente, entré en el último departamento del piso y decidí mirar con un poco más de cuidado. En la cocina no había nada, y en el living sólo había revistas viejas y chucherías, así que me dirigí al cuarto. En el preciso instante en el que iba a atravesar el dintel de la puerta sentí que había alguien del otro lado. En realidad lo supo mi respiración antes que yo, porque se me cortó inmediatamente y es por eso que me di cuenta que de algo estaba mal.
No podía hacer otra cosa que entrar, porque era obvio que quienquiera que estuviera en el cuarto también se había percatado de mi presencia. Es por eso que junté fuerzas y di el paso que me mantenía afuera y otra vez me paralicé. Enfrente mío había una chica que nunca había visto con un bebé en los brazos. Estaba temblando de arriba a abajo, sosteniendo una bolsa con algo de comida que se le estaba por caer, mirándome con un pavor indescriptible, tan intenso que me hizo darme cuenta de que efectivamente podía hacerle daño si quería.
Pero la escena no duró mucho, porque enseguida di un paso al costado y le liberé el camino de salida. Sin volver a mirarme se escabulló casi pegada a la pared, y lo último que vi de ella fue la punta de la pollera dando la vuelta por el pasillo.
Me senté para calmarme porque con toda la prisa del recorrido y lo que me acababa de pasar estaba francamente agitado. Puse la cabeza entre las piernas y, a la vez que sentía la sangre subirme a las mejillas sentía cómo una gota muy gruesa de sudor frío me bajaba por el cuello. Finalmente me incorporé y me apuré a volver a mi casa.
Cuando salí del departamento escuché un estrépito bajando por las escaleras. Era sin duda el ruido de botas marchando acompasadamente, ese ritmo que tantas veces me había aterrorizado. Se estaban dirigiendo hacia mí, y, en ese momento, sin siquiera pensarlo saqué un tornillo que tenía en el bolsillo y lo tiré lo más lejos de mí que me fue posible en dirección a las escaleras. El tornillo cayó por el agujero e hizo ruido al llegar al piso inferior. Desde detrás de la puerta los oí como un traqueteo de tren seguir camino hacia abajo.
Ese día no logré encontrar nada para mi familia, pero alguien sí encontró la taza de leche rancia y nos quedamos sólo con agua para darle a los chicos. Después nos reunimos con los vecinos para ver a quién se habían llevado esa vez, si es que habían podido hacerlo. Entre las voces alborotadas de la gente pude oír el nombre de los Ramírez, y también algo de unos viejos del primer piso. En medio de los sollozos apagados se abrió paso a empujones un hombre joven que no había visto nunca. "El nuevo" escuché a alguien comentar. El tipo tenía el rostro desencajado, y le preguntaba a todo el mundo se alguien había visto a su mujer, una chica joven con un bebé. La desesperación de sus preguntas silenció a todo el mundo, una quietud que sólo rompió el murmullo de alguien detrás mío que musitó haber visto cómo se la llevaban. Había sido en mi piso, justo a unos pasos de la escalera. Desde el ojo de la cerradura, el testigo había escuchado algo como una moneda caer y el paso apurado de los guardias que siguió el sonido y cómo habían apresado a la chica, que no atinó a decir palabra. El hombre se desarmó y cayó de rodillas al suelo, al tiempo que los que estaban a su alrededor lo sostenían, consolándolo y repitiéndole inútilmente que iba a volver.
Más tarde, a la hora de la cena, más frugal que nunca, todos comentaban en la mesa lo desgarrador que había sido escuchar al hombre llorar cuando lo llevaban de rastras a su casa. Todos parecían tener una necesidad de hablar el horror que habíamos atravesado esa tarde, conmiserándose de los que se habían llevado y, especialmente, de ese hombre, preguntándose cómo iba a vivir el resto de su vida con lo que le había pasado, cómo. Y, yo también, pensé cómo.