El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

sábado, 31 de octubre de 2009

Cómo

El ruido de los tambores a la distancia era una señal de que se acercaban. Bastaba con escuchar los primeros golpes para que, sin siquiera mirarnos, todos corrieramos al mismo tiempo al escondite a ocultarnos. Creo que era una de las pocas ventajas de la manía por las formas que tenía el Orden. Nunca hacían expediciones ni racias por la ciudad sin el acompañamiento de los tambores, aun si eso significaba que la mayoría de sus víctimas serían alertadas y se esconderían. Sin embargo, no les importaba porque sabían que siempre encontrarían algunas para llevarse.
Nosotros estuvimos a punto de ser descubiertos en una ocasión. Era una de las primeras veces que nos ocultábamos, y yo estaba muy nervioso. Al escuchar pasos sobre nosotros me puse a temblar como una hoja, y sin darme cuenta me apoyé contra la pared, tirando una cajita de cartón que tenía sólo uno hilos adentro. Una cajita de cartón con sólo hilos adentro. ¿Hay algo que pueda hacer menos ruido? De hecho, yo ni siquiera la oí caer, sino que la sentí y la vi caer. Sin embargo, los guardias sí la oyeron, realmente no sé cómo, porque fue prácticamente inaudible, pero nos dimos cuenta porque se pararon en seco, como si en ese instante se les hubieran llenado de plomo los pies y no se hubieran podido mover más. Por suerte logramos distraer la atención de los guardias haciendo ruido en la otra punta del escondite, pero como el nuestro estaba pegado al de unos vecinos se los terminaron llevando a ellos. Es el día de hoy en el que todavía no me explico cómo es que pudieron oír la cajita. A veces pienso que, como yo, ellos también la vieron caer.

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A veces nos teníamos que ocultar hasta por dos o tres días, y otras era cuestión de sólo un par de horas. En realidad era muy importante darse cuenta de cuál era el momento indicado para salir, porque, como todo escaseaba, los primeros en hacerlo saqueaban los departamentos de los que todavía estaban en sus escondites. Sin embargo, a los más codiciosos a veces les salía mal porque a menudo los guardias simulaban haberse ido, pero en verdad estaban todavía merodeando y esperando que alguno se les apareciera en el pasillo con una bolsa de pan o tal vez una joya barata.
Me acuerdo en una oportunidad que me ofrecí para salir antes que todos. Nadie nunca lo decía abiertamente, es decir, había una especie de entendimiento impícito de que el que salía primero lo hacía para asegurarse de que no había nadie más, pero en realidad, y este era otro entedimiento implícito, salíamos a ver qué podíamos robarnos por ahí.
Esa vez me tocó a mí, y, al salir a la superficie lo primero que hice fue esconder toda la comida que habíamos dejado al alcance, para que nadie se la llevara. Puse la polenta debajo de un mueble junto con el poco café que nos quedaba. También me acuerdo de que encontré un taza de leche rancia. La levanté, la olí y la escondí igual.
Los pasillos estaban completamente desiertos, con todas las puertas de los departamentos abiertas de par en par, como invitando a saquearlos, pero también dando testimonio del paso de los guardias, que siempre podían estar todavía a la vuelta de cualquier esquina. Empecé a recorrer el lugar con pasos rápidos, echando miradas furtivas en las cocinas y los livings, pero encontrando muy poco que valiera la pena. Me acuerdo de llegar a lo de los Sacchi y ver sobre la mesa los libros que me había prestado el padre unos días antes para matar el aburrimiento. Debo confesar que justo al lado alguien había dejado un pedazo pequeño de torta, seguramente por el apuro de esconderse. Lo miré y pensé en lo mucho que extrañaba el sabor de la torta, y en lo difícil que eral conseguir los ingredientes para hacerla. Sin poder controlarme se me empezó a llenar la boca de saliva. Sin embargo, miré la torta y los libros y me fui.
Seguí recorriendo el piso, y cuando terminé de requisarlo subí las escaleras para revisar los departamentos de arriba. Ya ahí empecé a entar y salir frenéticamente de cada casa porque en cualquier momento todo el mundo iba a abandonar sus escondites e iba a perder la oportunidad de llevarme algo.
De repente, entré en el último departamento del piso y decidí mirar con un poco más de cuidado. En la cocina no había nada, y en el living sólo había revistas viejas y chucherías, así que me dirigí al cuarto. En el preciso instante en el que iba a atravesar el dintel de la puerta sentí que había alguien del otro lado. En realidad lo supo mi respiración antes que yo, porque se me cortó inmediatamente y es por eso que me di cuenta que de algo estaba mal.
No podía hacer otra cosa que entrar, porque era obvio que quienquiera que estuviera en el cuarto también se había percatado de mi presencia. Es por eso que junté fuerzas y di el paso que me mantenía afuera y otra vez me paralicé. Enfrente mío había una chica que nunca había visto con un bebé en los brazos. Estaba temblando de arriba a abajo, sosteniendo una bolsa con algo de comida que se le estaba por caer, mirándome con un pavor indescriptible, tan intenso que me hizo darme cuenta de que efectivamente podía hacerle daño si quería.
Pero la escena no duró mucho, porque enseguida di un paso al costado y le liberé el camino de salida. Sin volver a mirarme se escabulló casi pegada a la pared, y lo último que vi de ella fue la punta de la pollera dando la vuelta por el pasillo.
Me senté para calmarme porque con toda la prisa del recorrido y lo que me acababa de pasar estaba francamente agitado. Puse la cabeza entre las piernas y, a la vez que sentía la sangre subirme a las mejillas sentía cómo una gota muy gruesa de sudor frío me bajaba por el cuello. Finalmente me incorporé y me apuré a volver a mi casa.
Cuando salí del departamento escuché un estrépito bajando por las escaleras. Era sin duda el ruido de botas marchando acompasadamente, ese ritmo que tantas veces me había aterrorizado. Se estaban dirigiendo hacia mí, y, en ese momento, sin siquiera pensarlo saqué un tornillo que tenía en el bolsillo y lo tiré lo más lejos de mí que me fue posible en dirección a las escaleras. El tornillo cayó por el agujero e hizo ruido al llegar al piso inferior. Desde detrás de la puerta los oí como un traqueteo de tren seguir camino hacia abajo.
Ese día no logré encontrar nada para mi familia, pero alguien sí encontró la taza de leche rancia y nos quedamos sólo con agua para darle a los chicos. Después nos reunimos con los vecinos para ver a quién se habían llevado esa vez, si es que habían podido hacerlo. Entre las voces alborotadas de la gente pude oír el nombre de los Ramírez, y también algo de unos viejos del primer piso. En medio de los sollozos apagados se abrió paso a empujones un hombre joven que no había visto nunca. "El nuevo" escuché a alguien comentar. El tipo tenía el rostro desencajado, y le preguntaba a todo el mundo se alguien había visto a su mujer, una chica joven con un bebé. La desesperación de sus preguntas silenció a todo el mundo, una quietud que sólo rompió el murmullo de alguien detrás mío que musitó haber visto cómo se la llevaban. Había sido en mi piso, justo a unos pasos de la escalera. Desde el ojo de la cerradura, el testigo había escuchado algo como una moneda caer y el paso apurado de los guardias que siguió el sonido y cómo habían apresado a la chica, que no atinó a decir palabra. El hombre se desarmó y cayó de rodillas al suelo, al tiempo que los que estaban a su alrededor lo sostenían, consolándolo y repitiéndole inútilmente que iba a volver.
Más tarde, a la hora de la cena, más frugal que nunca, todos comentaban en la mesa lo desgarrador que había sido escuchar al hombre llorar cuando lo llevaban de rastras a su casa. Todos parecían tener una necesidad de hablar el horror que habíamos atravesado esa tarde, conmiserándose de los que se habían llevado y, especialmente, de ese hombre, preguntándose cómo iba a vivir el resto de su vida con lo que le había pasado, cómo. Y, yo también, pensé cómo.

sábado, 24 de octubre de 2009

Una versión del silencio

El silencio puede ser la mejor de las armas, o algo así. Eso es lo que estoy descubriendo últimamente. Quedarme callado ante lo que sea que me dicen puede ser lo peor que se le puede hacer al que tengo enfrente. A cualquiera. Al encargado del edificio, a la cajera del supermercado, a mis vecinos, a mi mamá. De hecho, algunos de ellos directamente creen que soy mudo, o eso me han dado a entender con sus miraditas lastimeras y favores estúpidamente condescendientes (como si ser mudo me impidiera abrir la puerta del edificio por mi propia cuenta).
Lo que pasa es que sencillamente no tengo más nada que decir; o, mejor, nada de lo que los otros dicen me mueve siquiera a proferir la más insignificante sílaba ni el más socialmente adecuado gruñido. Nada, así de fácil.
Antes, no era de ese modo, para nada. Inclusive, de manera retrospectiva me doy cuenta de que era algo verborrágico y, como todas las palabras terminadas en -ragia, yo también hacía un derroche desmedido, pero de palabras. Ahora sencillamente me guardo las palabras. El mundo puede tener lo que quiera de mí, a él me brindo sin problemas, pero las palabras me las quedo yo.
Todo empezó cuando me di cuenta de que cada vez que decía algo el otro se lo apropiaba. Y me daba tanta bronca... llegué a agarrarme terribles furias al darme cuenta de que alguien repetía una frase, un giro, un ocurrencia de mi propia autoría. Sin embargo, con el tiempo me percaté de que también me sacaba de las casillas que alguien tomara cualquier palabra dicha por mí, hasta la más común e imperceptible preposición. Porque cada vez que digo una palabra, es única, irrepetible, lanzada al universo con mi marca, nutrida en su estructura por mis fluidos, empapada de mi savia, de la sangre misma que me corre por las venas. Como si al escucharla se oyera como un eco de mi nombre en cada una de ellas. Eso, eso mismo es lo que sentían los otros, y eso es lo que los muy ladinos me querían robar. Pero ya no más; ahora son para mí, para mí solito.
Todos los días me levanto y los primero que hago, inclusive antes de abrir los ojos, es decirme algo, cualquier cosa, con tal de escuchar un sonido salido de mi boca. A partir de ahí todo lo demás es completamente superfluo. La comida, el baño, el ejercicio, la música. Basta con leer la más mediocremente escrita instrucción de elctrodoméstico para que el ambiente florezca, el más chato resumen de banco, el más gris subtítulo de serie, y todo se vuelve magia alrededor.
A veces escucho a los demás y practico nuevas pronunciaciones, ensayando, articulando, creando verdaderas puestas en escena cada vez que emito sonido alguno. Algunos no podrían creer la pasión que pongo en cada modulación, las lágrimas que he derramado al declamar la fecha de vencimiento de la leche, o cómo monté en cólera una vez al repetir un jingle publicitario que había escuchado ese mismo día. Cuando me animo me grabo, pero a veces me invade el miedo de que alguien se haga de las cintas, por lo que periódicamente las destruyo.
Así es como aprendí a preservar lo mío. No como aquel día, cuando recibí un llamado de la policía diciendo que tenía que reconocer un cuerpo que parecía ser el de mi esposa. Y allí, callada para mí y para todos me entregó una última imagen que atesoro con horror en lo más profundo de mi memoria. Y en ese silencio sepulcral yo me llamé a silencio frente a los otros. Porque una vez le había dado al mundo lo que más amaba, y lo que obtuve es que alguien se lo apropiara y lo destruyera. Por eso, hoy mis palabras, que son lo que me quedó, son para mí.
Mis amigos y familiares se compadencen de mí, pero yo, desde mi mutismo, trato de hacerles entender que no es necesario, porque no estoy mal. Estoy bien, mejor que nunca, diría. No existen los días negros para mí. No hay tristeza que me abata ni amargura que me colme, porque todo, todo es pura belleza con la dulzura de mis palabras.

Yo sólo necesito amor


Kinski es mi actor favorito, sin lugar a dudas. No sé si tengo una cultura de cine lo suficientemente amplia como para hacer tal afirmación, y ni siquiera vi todas sus películas, pero me bastó Aguirre para saberlo.
Lo inusitado de ver a un alemán haciendo de español en la Amazonia peruana tiene lo suyo, pero creo que es la demencia que rezuma lo que más me atrae. Es como una especie de electricidad que emana, y como la electricidad misma, puede sentirse en la pantalla y llegarle a uno mismo. Ver a Kinski haciendo de Aguirre del modo como lo hace te hace sentir que otro mundo es posible, tal vez no mejor que éste, pero vamos si esa no es una experiencia intensa de todos modos.
Entre las otras cosas que hizo, Kinski dirigió su propia película (Paganini, olvidable para los entendidos, indispensable para los que lo admiramos) y escribió sus memorias, valientemente tituladas Yo sólo necesito amor, que no leí todavía, pero que está obviamente en los primeros lugares de mi lista de lecturas. Tal vez el porqué de semejante nombre se debe a que Kinski era un empedernido amante, un erotómano, a la constante búsqueda del amor, allá donde alguien le abriera las piernas.
Y, otra vez, qué genio. Como dije antes, al actuar Kinski me hace pensar que otros mundos son posibles, y con el título de su libro me hace pensar (o tal vez recordar) que yo también necesito amor.