El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

martes, 29 de diciembre de 2009

La paradoja del dos y el uno

Son dos las partes en las que nos podemos dividir; la del ahora y la del después y el antes, pero dos al fin. Y cuando pasamos a ser el de después dejamos de ser el de ahora, que se convierte en el de antes. Y los dos uno son, así, eternamente irreconciliables.
Sin embargo, hay un momento y un lugar donde las dos partes se unen, y uno es el de ahora, el de antes y el después al mismo tiempo. Pero, dado que uno no puede ser el de antes (ni el de después) porque resulta que es el de ahora, ¿cómo ser uno mismo?
Para ser uno mismo, entonces, se necesita de un espejo. Un espejo cualquiera, en principio, frente al que uno se puede parar y obtener su propio reflejo, descubriendo las marcas del uno anterior en el cuerpo y en los ojos el interrogante sobre el uno que vendrá.
Y si no hay un espejo por ahí, o si todos los espejos se ponen opacos, se vuelve imperativo buscar a otro. Alguien transparente, pero que con la luz que lo atraviesa nos devuelva nuestra imagen y la suya. Alguien que también esté a la búsqueda de su antes, su ahora y su después. Alguien clavado en devenir imparable del tiempo propio. Alguien con quien ser uno mismo.
Y en ese momento la matemática colapsa, las formas se desvanecen y el universo se abisma porque, en un caos infernalmente placentero, dos y dos resultan ser uno.

martes, 8 de diciembre de 2009

Vertumno, Pomona y porqué contamos lo que contamos.



El año pasado leí las Metamorfosis de Ovidio, y entre los montones de historias que se suceden y superponen en esa obra hubo uno que me llamó particularmente la atención (algo que, a propósito, no es difícil que te pase con un texto tan genial). El mito de Vertumno y Pomona me cautivó especialmente, quizás por ser uno de los pocos que, con su final feliz (?), contrasta con la amarga suerte de la mayoría de los personajes de las Metamorfosis.
Pomona es una ninfa que, a pesar de su deslumbrante belleza y, aun más a pesar de todos los pretendientes que ésta le vale, se ha consagrado exclusivamente al cuidado de su jardín. De hecho, prácticamente vive recluida entre sus plantas y árboles, entre los que se le aparecen admiradores que rechaza sin excepción. Sin embargo, hay por ahí un dios muy cabeza dura, Vertumno, que no tiene planeado rendirse. Como sabe que Pomona no se va a dejar seducir tan fácilmente, recurre a un ingenioso ardid. Valiéndose de sus poderes, logra transformarse en una vieja (he aquí una de las metamorfosis) para poder acercarse a su amada sin que se espante. Y desde la deteriorada anatomía de la anciana la concita a entregarle su amor a alguien, porque, como sus plantas, se va a marchitar, y aunque no lo dice, uno piensa que así atenta contra un sagrado ciclo sexual y, por ende, vital.
Entonces, y ésta es la parte que más me gusta, para terminar de convencerla le cuenta una historia. Anaxárete era una bella mortal que, también como Pomona, se complacía en condenar a terribles sufrimientos a todos los hombres que la pretendían. Uno de ellos, Ífis, harto de ser rechazado por la cruel doncella, decide inmolarse en la puerta de su casa, no sin antes echarle una maldición. Al otra día, el cortejo fúnebre pasa justo frente a la casa de Anaxárete, que llevada al borde de la locura por los lamentos que escucha, se vuelve de piedra por mano de una deidad vengadora (segunda metamorfosis) y queda inmortalizada en una estatua. Al terminar de escuchar el relato, Vertumno le revela a Pomona su verdadera identidad y ésta cae rendida en sus brazos.
Cuando leí esta historia no pude sino pensar en todas la historias que armé para conquistar a alguna mujer. En cómo a veces las creaba de la nada, pero cómo otras veces sencillamente distorsionaba un hecho real de un modo tan sutil que terminaba creyendo que había sido realmente así. En cómo al contar una historia me transformaba antes sus ojos, en el mejor de los casos volviéndome más ocurrente, más interesante, más atractivo, pero siempre de algún modo diferente. Y pienso que tal vez justamente esa sea una de las razones por las que contamos historias: para tratar de conjurar las metamorfosis que no podemos encarnar en nosotros mismos sin los poderes que los dioses se llevaron consigo al Olimpo.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Tres pequeñas epifanías

La otra tarde caí en la cuena de que no tenía porqué pagar $1,20 para viajar en el colectivo cuando en realidad me correspondía $1,10. Le puedo echar la culpa al primer colectivero que con maliciosa seguridad me había dicho que "sí, es $1,20 hasta ahí", pero la verdad es que después yo lo seguí pagando sin siquiera consultar. Hasta hace ya unos cuantos martes, cuando empecé a pagar $1,10 de nuevo.

Al entrar a esa bañera me parece que lo primero-primero que vi fue esa botella con el pico naranja. Me estaba quedando en casa ajena en otro país y, definitivamente, no era ése el shampoo que habría comprado, pero, bue, esto también es parte de la experiencia, me dije, y me embadurné el pelo con ese detergente de naranja con tanto (tanto) olor a naranja que me pareció que me estaba rompiendo caralemos en la cabeza.

No sé precisamente cuándo fue, tal vez cuando escuché "Todo cambia" por Mercedes Sosa, que me cambió tanto la visión del folclore, o cuando algún amigo me hizo escuchar algo que hasta entonces no me había llegado a los oídos, pero sé que que en algún momento pensé que no tenía porqué seguir escuchando sólo rock, o simplemente no tenía porqué seguir haciéndolo por completo. No tenía porqué quedarme ahí cuando había tantos lugares por allá que me estaban esperando.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Koyaanisqatsi


El koyaanisqatsi es una compleja noción filosófica de los hopis, unos habitantes de la Meseta Central de los EEUU, que en lo espeso de su sentido significa "la vida frenética, la vida del desenfreno, fuera de cualquier balance, desintegrándose; un estado de la vida que requiere un cambio de vida". Además, Koyaanisqatsi es a su vez el nombre de una película de Ron Fricke, acompañada por la imposiblemente más perfecta música de Philip Glass, que la compuso especialmente para el film.
En los 87 minutos que dura no hay ni actores, ni diálogos y ni siquiera una narración que guíe la interpretación de lo que es una sucesión de imágenes con la constante sonoridad de Glass de fondo. Cuando me dijeron que esto era básicamente la película pensé con escepticismo que no iba a tolerarla más allá del minuto 20, pero finalmente no pude quitar la vista del monitor ni dejar de hacer comentarios alucinados hasta que la pantalla se puso negra y apareció la palabra koyaanisqatsi con las correspondientes definiciones de su significado.
Lo que se ve es un recorrido de lo que es la naturaleza no intervenida y cómo la progresiva acción del hombre la fue modificando hasta las contundentes imágenes de la ciudad moderna y su alboroto y su movimiento y su violencia sin fin, concluyendo con la agonía de un cohete que explota en el aire y que, para la percepción ya hiperestimulada del espectador, no deja de caer.
Si bien la película está muy abierta a una variedad de interpretaciones da la impresión de que hay un mensaje clave que pone en primer plano: que hay algo muy equivocado en el curso que le hemos dado a las cosas, que hemos perdido el equilibrio y que si no lo alteramos nos espera algo peor.
A mí me basta con pasar apenas unos minutos con mis alumnos para darme cuenta de lo difícil que es aunar voluntades para movernos hacia un beneficio común, y cuando lo pienso en una escala mayor sencillamente me pierdo en la sobredimensión que toma el asunto. Pero creo que hay algo muy valioso en la película, que, más allá de regalarte 87 minutos de singular belleza, son todos los otros minutos de la cruda sensación de vulnerabilidad que te deja, y que nos fuerza a ver todo el koyaanisqatsi a nuestro alrededor nuestro y en nosotros mismos para intentar cambiarlo.

sábado, 31 de octubre de 2009

Cómo

El ruido de los tambores a la distancia era una señal de que se acercaban. Bastaba con escuchar los primeros golpes para que, sin siquiera mirarnos, todos corrieramos al mismo tiempo al escondite a ocultarnos. Creo que era una de las pocas ventajas de la manía por las formas que tenía el Orden. Nunca hacían expediciones ni racias por la ciudad sin el acompañamiento de los tambores, aun si eso significaba que la mayoría de sus víctimas serían alertadas y se esconderían. Sin embargo, no les importaba porque sabían que siempre encontrarían algunas para llevarse.
Nosotros estuvimos a punto de ser descubiertos en una ocasión. Era una de las primeras veces que nos ocultábamos, y yo estaba muy nervioso. Al escuchar pasos sobre nosotros me puse a temblar como una hoja, y sin darme cuenta me apoyé contra la pared, tirando una cajita de cartón que tenía sólo uno hilos adentro. Una cajita de cartón con sólo hilos adentro. ¿Hay algo que pueda hacer menos ruido? De hecho, yo ni siquiera la oí caer, sino que la sentí y la vi caer. Sin embargo, los guardias sí la oyeron, realmente no sé cómo, porque fue prácticamente inaudible, pero nos dimos cuenta porque se pararon en seco, como si en ese instante se les hubieran llenado de plomo los pies y no se hubieran podido mover más. Por suerte logramos distraer la atención de los guardias haciendo ruido en la otra punta del escondite, pero como el nuestro estaba pegado al de unos vecinos se los terminaron llevando a ellos. Es el día de hoy en el que todavía no me explico cómo es que pudieron oír la cajita. A veces pienso que, como yo, ellos también la vieron caer.

***********

A veces nos teníamos que ocultar hasta por dos o tres días, y otras era cuestión de sólo un par de horas. En realidad era muy importante darse cuenta de cuál era el momento indicado para salir, porque, como todo escaseaba, los primeros en hacerlo saqueaban los departamentos de los que todavía estaban en sus escondites. Sin embargo, a los más codiciosos a veces les salía mal porque a menudo los guardias simulaban haberse ido, pero en verdad estaban todavía merodeando y esperando que alguno se les apareciera en el pasillo con una bolsa de pan o tal vez una joya barata.
Me acuerdo en una oportunidad que me ofrecí para salir antes que todos. Nadie nunca lo decía abiertamente, es decir, había una especie de entendimiento impícito de que el que salía primero lo hacía para asegurarse de que no había nadie más, pero en realidad, y este era otro entedimiento implícito, salíamos a ver qué podíamos robarnos por ahí.
Esa vez me tocó a mí, y, al salir a la superficie lo primero que hice fue esconder toda la comida que habíamos dejado al alcance, para que nadie se la llevara. Puse la polenta debajo de un mueble junto con el poco café que nos quedaba. También me acuerdo de que encontré un taza de leche rancia. La levanté, la olí y la escondí igual.
Los pasillos estaban completamente desiertos, con todas las puertas de los departamentos abiertas de par en par, como invitando a saquearlos, pero también dando testimonio del paso de los guardias, que siempre podían estar todavía a la vuelta de cualquier esquina. Empecé a recorrer el lugar con pasos rápidos, echando miradas furtivas en las cocinas y los livings, pero encontrando muy poco que valiera la pena. Me acuerdo de llegar a lo de los Sacchi y ver sobre la mesa los libros que me había prestado el padre unos días antes para matar el aburrimiento. Debo confesar que justo al lado alguien había dejado un pedazo pequeño de torta, seguramente por el apuro de esconderse. Lo miré y pensé en lo mucho que extrañaba el sabor de la torta, y en lo difícil que eral conseguir los ingredientes para hacerla. Sin poder controlarme se me empezó a llenar la boca de saliva. Sin embargo, miré la torta y los libros y me fui.
Seguí recorriendo el piso, y cuando terminé de requisarlo subí las escaleras para revisar los departamentos de arriba. Ya ahí empecé a entar y salir frenéticamente de cada casa porque en cualquier momento todo el mundo iba a abandonar sus escondites e iba a perder la oportunidad de llevarme algo.
De repente, entré en el último departamento del piso y decidí mirar con un poco más de cuidado. En la cocina no había nada, y en el living sólo había revistas viejas y chucherías, así que me dirigí al cuarto. En el preciso instante en el que iba a atravesar el dintel de la puerta sentí que había alguien del otro lado. En realidad lo supo mi respiración antes que yo, porque se me cortó inmediatamente y es por eso que me di cuenta que de algo estaba mal.
No podía hacer otra cosa que entrar, porque era obvio que quienquiera que estuviera en el cuarto también se había percatado de mi presencia. Es por eso que junté fuerzas y di el paso que me mantenía afuera y otra vez me paralicé. Enfrente mío había una chica que nunca había visto con un bebé en los brazos. Estaba temblando de arriba a abajo, sosteniendo una bolsa con algo de comida que se le estaba por caer, mirándome con un pavor indescriptible, tan intenso que me hizo darme cuenta de que efectivamente podía hacerle daño si quería.
Pero la escena no duró mucho, porque enseguida di un paso al costado y le liberé el camino de salida. Sin volver a mirarme se escabulló casi pegada a la pared, y lo último que vi de ella fue la punta de la pollera dando la vuelta por el pasillo.
Me senté para calmarme porque con toda la prisa del recorrido y lo que me acababa de pasar estaba francamente agitado. Puse la cabeza entre las piernas y, a la vez que sentía la sangre subirme a las mejillas sentía cómo una gota muy gruesa de sudor frío me bajaba por el cuello. Finalmente me incorporé y me apuré a volver a mi casa.
Cuando salí del departamento escuché un estrépito bajando por las escaleras. Era sin duda el ruido de botas marchando acompasadamente, ese ritmo que tantas veces me había aterrorizado. Se estaban dirigiendo hacia mí, y, en ese momento, sin siquiera pensarlo saqué un tornillo que tenía en el bolsillo y lo tiré lo más lejos de mí que me fue posible en dirección a las escaleras. El tornillo cayó por el agujero e hizo ruido al llegar al piso inferior. Desde detrás de la puerta los oí como un traqueteo de tren seguir camino hacia abajo.
Ese día no logré encontrar nada para mi familia, pero alguien sí encontró la taza de leche rancia y nos quedamos sólo con agua para darle a los chicos. Después nos reunimos con los vecinos para ver a quién se habían llevado esa vez, si es que habían podido hacerlo. Entre las voces alborotadas de la gente pude oír el nombre de los Ramírez, y también algo de unos viejos del primer piso. En medio de los sollozos apagados se abrió paso a empujones un hombre joven que no había visto nunca. "El nuevo" escuché a alguien comentar. El tipo tenía el rostro desencajado, y le preguntaba a todo el mundo se alguien había visto a su mujer, una chica joven con un bebé. La desesperación de sus preguntas silenció a todo el mundo, una quietud que sólo rompió el murmullo de alguien detrás mío que musitó haber visto cómo se la llevaban. Había sido en mi piso, justo a unos pasos de la escalera. Desde el ojo de la cerradura, el testigo había escuchado algo como una moneda caer y el paso apurado de los guardias que siguió el sonido y cómo habían apresado a la chica, que no atinó a decir palabra. El hombre se desarmó y cayó de rodillas al suelo, al tiempo que los que estaban a su alrededor lo sostenían, consolándolo y repitiéndole inútilmente que iba a volver.
Más tarde, a la hora de la cena, más frugal que nunca, todos comentaban en la mesa lo desgarrador que había sido escuchar al hombre llorar cuando lo llevaban de rastras a su casa. Todos parecían tener una necesidad de hablar el horror que habíamos atravesado esa tarde, conmiserándose de los que se habían llevado y, especialmente, de ese hombre, preguntándose cómo iba a vivir el resto de su vida con lo que le había pasado, cómo. Y, yo también, pensé cómo.

sábado, 24 de octubre de 2009

Una versión del silencio

El silencio puede ser la mejor de las armas, o algo así. Eso es lo que estoy descubriendo últimamente. Quedarme callado ante lo que sea que me dicen puede ser lo peor que se le puede hacer al que tengo enfrente. A cualquiera. Al encargado del edificio, a la cajera del supermercado, a mis vecinos, a mi mamá. De hecho, algunos de ellos directamente creen que soy mudo, o eso me han dado a entender con sus miraditas lastimeras y favores estúpidamente condescendientes (como si ser mudo me impidiera abrir la puerta del edificio por mi propia cuenta).
Lo que pasa es que sencillamente no tengo más nada que decir; o, mejor, nada de lo que los otros dicen me mueve siquiera a proferir la más insignificante sílaba ni el más socialmente adecuado gruñido. Nada, así de fácil.
Antes, no era de ese modo, para nada. Inclusive, de manera retrospectiva me doy cuenta de que era algo verborrágico y, como todas las palabras terminadas en -ragia, yo también hacía un derroche desmedido, pero de palabras. Ahora sencillamente me guardo las palabras. El mundo puede tener lo que quiera de mí, a él me brindo sin problemas, pero las palabras me las quedo yo.
Todo empezó cuando me di cuenta de que cada vez que decía algo el otro se lo apropiaba. Y me daba tanta bronca... llegué a agarrarme terribles furias al darme cuenta de que alguien repetía una frase, un giro, un ocurrencia de mi propia autoría. Sin embargo, con el tiempo me percaté de que también me sacaba de las casillas que alguien tomara cualquier palabra dicha por mí, hasta la más común e imperceptible preposición. Porque cada vez que digo una palabra, es única, irrepetible, lanzada al universo con mi marca, nutrida en su estructura por mis fluidos, empapada de mi savia, de la sangre misma que me corre por las venas. Como si al escucharla se oyera como un eco de mi nombre en cada una de ellas. Eso, eso mismo es lo que sentían los otros, y eso es lo que los muy ladinos me querían robar. Pero ya no más; ahora son para mí, para mí solito.
Todos los días me levanto y los primero que hago, inclusive antes de abrir los ojos, es decirme algo, cualquier cosa, con tal de escuchar un sonido salido de mi boca. A partir de ahí todo lo demás es completamente superfluo. La comida, el baño, el ejercicio, la música. Basta con leer la más mediocremente escrita instrucción de elctrodoméstico para que el ambiente florezca, el más chato resumen de banco, el más gris subtítulo de serie, y todo se vuelve magia alrededor.
A veces escucho a los demás y practico nuevas pronunciaciones, ensayando, articulando, creando verdaderas puestas en escena cada vez que emito sonido alguno. Algunos no podrían creer la pasión que pongo en cada modulación, las lágrimas que he derramado al declamar la fecha de vencimiento de la leche, o cómo monté en cólera una vez al repetir un jingle publicitario que había escuchado ese mismo día. Cuando me animo me grabo, pero a veces me invade el miedo de que alguien se haga de las cintas, por lo que periódicamente las destruyo.
Así es como aprendí a preservar lo mío. No como aquel día, cuando recibí un llamado de la policía diciendo que tenía que reconocer un cuerpo que parecía ser el de mi esposa. Y allí, callada para mí y para todos me entregó una última imagen que atesoro con horror en lo más profundo de mi memoria. Y en ese silencio sepulcral yo me llamé a silencio frente a los otros. Porque una vez le había dado al mundo lo que más amaba, y lo que obtuve es que alguien se lo apropiara y lo destruyera. Por eso, hoy mis palabras, que son lo que me quedó, son para mí.
Mis amigos y familiares se compadencen de mí, pero yo, desde mi mutismo, trato de hacerles entender que no es necesario, porque no estoy mal. Estoy bien, mejor que nunca, diría. No existen los días negros para mí. No hay tristeza que me abata ni amargura que me colme, porque todo, todo es pura belleza con la dulzura de mis palabras.

Yo sólo necesito amor


Kinski es mi actor favorito, sin lugar a dudas. No sé si tengo una cultura de cine lo suficientemente amplia como para hacer tal afirmación, y ni siquiera vi todas sus películas, pero me bastó Aguirre para saberlo.
Lo inusitado de ver a un alemán haciendo de español en la Amazonia peruana tiene lo suyo, pero creo que es la demencia que rezuma lo que más me atrae. Es como una especie de electricidad que emana, y como la electricidad misma, puede sentirse en la pantalla y llegarle a uno mismo. Ver a Kinski haciendo de Aguirre del modo como lo hace te hace sentir que otro mundo es posible, tal vez no mejor que éste, pero vamos si esa no es una experiencia intensa de todos modos.
Entre las otras cosas que hizo, Kinski dirigió su propia película (Paganini, olvidable para los entendidos, indispensable para los que lo admiramos) y escribió sus memorias, valientemente tituladas Yo sólo necesito amor, que no leí todavía, pero que está obviamente en los primeros lugares de mi lista de lecturas. Tal vez el porqué de semejante nombre se debe a que Kinski era un empedernido amante, un erotómano, a la constante búsqueda del amor, allá donde alguien le abriera las piernas.
Y, otra vez, qué genio. Como dije antes, al actuar Kinski me hace pensar que otros mundos son posibles, y con el título de su libro me hace pensar (o tal vez recordar) que yo también necesito amor.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Dangerous

Es sumamente peligrosa. No tenés idea de a qué te exponés cuando te le acercás. Parece inocente, pero justamente es esa inocencia la que te engaña, y la que te hace caer en sus redes y convertirte en presa de su voluntad. Como aquella vez en la que me despertó en medio de la noche a los gritos, exigiéndome que saciara sus necesidades inmediatamente, y como tantas otras veces en las que tuve que salir corriendo a satisfacer sus caprichos. Con ese llanto entrecortado con el que no me dice nada pero que entiendo perfectamente.
En serio, cuidate. Yo ya no puedo hacer nada. No tengo más remedio que entregarle los mejores años de mi vida, hipnotizado por su encanto hasta el fin de mis días, viendo cómo se hace cada día más hermosa y yo envejezco más, forzado a ser testigo de cómo me va a dejar por otros miles de veces sin darme otra alternativa que quedarme junto a ella.
Hubo veces en las que pensé en escaparme y dejarla: en particular cuando me observaba con esa mirada tan demoledoramente irresistible que me hacía darme cuenta de que soy capaz de todo por ella. Huir. Huir y ser un nuevo hombre, sin ataduras, sin la necesidad de satisfacerla en todo, sin que tenga que ser el que ocupe el centro de su vida a pesar de todo.
Sin embargo, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo podría olvidarla? ¿Cómo perder memoria de sus caricias, cómo no desesperarme por el sonido de su voz, cómo hacerlo sabiendo que me voy a consumir si paso un sólo día sin sus besos? Yo estoy perdido, no tengo solución alguna.
Pero a vos te lo advierto porque me parece que estás a tiempo. Me vas a decir que a veces me ves contento, sin duda, pero eso tiene su precio. El precio de lo irreversible. Yo ya ni te podría decir si vale la pena o no, sino que no tiene vuelta atrás.
Sin embargo, también te tenés que cuidar de mí. Porque así como te digo esto ahora, en cinco minutos puedo cambiar totalmente de opinión y volverme mi propia contradicción. Te puedo hablar de lo hermoso de tenerla, de cómo me enloquezco con estar sólo a unos centímetros, de cómo pierdo el control y siento que voy a explotar de felicidad cuando me sonríe y me toca. Pero es eso justamente. Sentir que voy a explotar. A veces no sé si me va a pasar de verdad y que me voy a incendiar enfrente suyo.
Por eso, cuidado que es peligrosa. Acordate, no te confíes, no le creas nada. Haceme caso, que si no no vas a volver de esa. Mirame a mí. Estupidizado, a sus pies, un perfecto idiota dispuesto a lo que sea. Y todo desde que me perdió su mirada desde detrás de su mamadera.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Los jardines del faraón

La última vez que envié a la mujer del sacerdote a conseguirme incienso se demoró más de lo tolerable y por eso la mandé a azotar. Desde entonces no se llega a consumir siquiera una vez la arena del reloj antes de que aparezca solícita tras las puertas de mis aposentos, con una talega llena de incienso en sus manos temblorosas.
Desde mi ventana puedo ver la total extensión de mis jardines. Los sirvientes tienen estrictas órdenes de mantenerlo impecable, con las fuentes brillantes, las flores en total esplendor y hasta el último guijarro de sus múltiples caminos reluciente. Jamás bajo a recorrerlo, o por lo menos ya no lo hago, porque hace un tiempo me di cuenta de que me basta con observarlo todo desde mi ventana, apenas apoyando los índices sobre el dintel.
Curiosamente, a partir de que comenzó mi reclusión, todos los príncipes vecinos insisten en conocerme. Obviamente, el protocolo me impide negarme, pero la condición inamovible que les impongo es que debemos reunirnos en mi palacio. Aquí organizamos los más suntuosos banquetes, embriagándonos hasta desmayarnos y fumando de los narguiles ascostados en esterillas, ocasionalmente saciando nuestros deseos carnales con la primer doncella que se nos atraviesa. Y no hay príncipe que no me haya rogado volver a mis festines. A veces se los concedo y a veces no.
También debo decir que todas las princesas de la región me han manifestado su voluntad de contraer matrimonio conmigo, inclusive a veces postrándose a mis pies, pero he dicho que no sin excepción.
Mis consejeros me repiten que ya debería casarme, de que es hora de que tenga descendencia, que le dé al pueblo un heredero a quien adorar. Me exhortan constantemente a que me dedique a salir de viaje por los reinos que poseo, a recorrer las cortes, para dar así con la indicada, pero lo que ellos no saben es que no es necesario, porque desde mi ventana ya la encontré, paseando por mis jardines.
El primer día que la vi no supe quién era, pero ante mis inquisiciones mis informantes me dijeron que se trataba de la hija del jardinero. Ese hombre al que le había encomendado el bienestar de mis preciosas flores había producido ante mí a la más hermosa, y yo habia tenido el privilegio de contemplarla. Inmediatamente ordené que la muchacha estuviera al exclusivo cuidado del cantero que está frente a mi ventana, desde donde puedo verla desde detrás de los pesados cortinados.
Todos los días le doy precisas instrucciones de cómo tiene que arreglar las flores, y hasta ahora no he logrado que me viera a la cara porque cada vez que me dirijo a ella inclina su cabeza en una reverencia. Se me ha ocurrido que alguna vez sencillamente puedo instarla a mirarme, pero es algo a lo que no me atrevo. Lo único que ha visto de mí es mi sombra proyectada sobre el jardín.
Desde entonces han pasado dos años, los más largos, bellos e insoportables de mi vida, que no pueden ser igualados por ninguna de las aventuras y hazañas que acometí en los tiempos en los que salía del palacio, ni por los deslumbrantes cantos que recita el poeta de la corte. Tampoco logro olvidarla en los vapores de los largos baños de mirra que me doy, o en las orgías en las que violo muchachas con tanta ferocidad que pierdo el conocimiento.
Pero haga lo que haga, no puedo evitar que Sherezada aparezca todo los días frente a mi ventana, y sentirme presa de su encanto, de cómo estira los tallos, de cómo apelmaza la tierra con sus manos y de cómo sus cabellos se confunden con los hilos del agua que derrama.
En esos momentos mi corona me pesa tanto que tengo que quitármela.


*********************

Van a hacer dos años ya desde que hice a Sherezada mi esposa, y en pocos meses nacerá nuestro primer hijo. Ya no vivo en el palacio, sino en el valle que está más allá de donde antes llegaba la vista, donde aro la tierra y sacrifico las reses que nos dan de comer, sin dejar que una gota de sangre manche el jardín de mi esposa. Ella se levanta todos los días al alba para procurar de que no mengüe en nada su hermosura, propinándole cuidados aún más meticulosos que los que le veía hacer en los jardines de mi palacio.
Al principio me preguntaba cómo podía estar tan complacida conmigo, después de que la había raptado de su casa, escapándonos y casándonos en un monasterio perdido en las montañas. Jamás me dijo palabra alguna, pero tampoco nunca se resistió. Y cuando un día por primera vez en mi vida sentí culpa, un sentimiento inusitado para mí, junté la única verdadera fuerza que tengo y, con los ojos encendidos de pasión le pregunté por qué permanecía a mi lado. Entonces, desde detrás de sus flores, Sherezada me contestó: "Por la forma de tu sombra sobre el jardín".


miércoles, 2 de septiembre de 2009

Feel so different




Feel so different. Ése es el nombre de en mi opinión la mejor canción de Sinéad O'Connor en I do not want what I haven't got, un tema que para mí es y ha sido fuente de identificación e inspiración. Tal vez sea por tratarse del cambio y la diferencia, que todos experimentamos, me dirán, pero, cuando escucho a Sinéad con su voz perfectamente desgarrada luchando por hacerse oír entre los violines que se elevan sin parar, siento que me canta a mí.
La canción tiene indudablemente varios momentos de tensión, pero, a pesar de eso, para mí el pico de belleza está en cómo explota al decir: "All I'd need was inside me". Y no sé si es el contenido de las palabras o el desenlace musical lo que me hipnotiza tanto, sino la verdad con la que siento que Sinéad la canta, o, más que cantarla, la verdad con la que lo cuenta. Se trata de uno de esos extraños momentos en los que uno tiene un atisbo de trascendencia, de iluminación, porque en esos pocos segundos Sinéad te prende fuego la cara mientras se te pone la piel de gallina.
"God grant me the serenity to accept the things I cannot change / Courage to change the things I can / And the wisdom to know the difference" son las palabras que Sinéad dice al principio de la canción y que, curiosamente, no están incluidas en la mayoría de las transcripciones. "Dios, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar / Coraje para cambiar las cosas que puedo / Y la sabiduría para reconocer la diferencia". No sé si poseo esas tres cosas, y, si lo hago, aún menos que Dios me las haya dado. Habrán sido otros y, en parte, la canción de Sinéad.

domingo, 30 de agosto de 2009

Los funerales

Casi todos los días veíamos cadáveres nuevos en la vera del río. Era a la mañana, en el momento en que nos mandaban a buscar agua para las mujeres, cuando descubríamos nuevos cuerpos. Es decir, nunca los veíamos llegar, sino que era al comienzo del día, al acercarnos, cuando la playa aparecía cubierta de ellos.
Al principio nos parecía divertido tirarles guijarros desde lejos o pincharlos con una rama hasta que sangraran, pero cuando los mayores se enteraron nos castigaron severamente. Ellos se mostraban muy serios cuando se trataba de sacar los cadáveres y enterrarlos. Parecía no importarles que fueran cada vez más y que tuvieran que pasarse mayor cantidad de tiempo dándoles sepultura, o que ya no pudiéramos celebrar las fiestas en la playa porque el hedor era tan fuerte que no se soportaba. Ellos esperaban como resignados a que nosotros les dijéramos la cantidad para saber cuántos de ellos tenían que ir, y después sencillamente cumplían su tarea con una solemnidad que nos intimidaba.
Los funerales era cuando menos espléndidos. Las mujeres adornaban el lugar que hubieran elegido para el entierro con ofrendas de flores y vasijas llenas de la bebida sagrada, mientras los coros cantaban muy por lo bajo para que se pudieran oír con claridad las oraciones de los sacerdotes. Los hombres más fuertes libraban combates en honor de los muertos y les dedicaban sus triunfos, y todos danzábamos alrededor del lugar hasta caer rendidos de cansancio.
Los primeros cadáveres eran sólo de hombres, pero con el tiempo empezaron a llegar mujeres y, luego, también niños; mi hermano hasta encontró un bebé. Sin embargo, algo que todos tenían en común era estar invariablemente desnudos y con las gargantas cortadas, pero sin más violencia que ésa. Nosotros ignorábamos por completo de dónde aparecían, hasta que, un día, escuchamos a los mayores decir que venían del otro lado, de donde vivían los de enfrente.
Desde chicos siempre nos habían dicho que los de enfrente eran peligrosos, que teníamos que hacer todo lo posible por evitarlos, que eran gente mala. Las mujeres nos lo cantaban cuando jugábamos o nadábamos en el río, y los hombres lo repetían una y otra vez cuando salíamos a cazar, mientras que en cada celebración el sacerdote se encargaba de recordárnoslo.
A veces nos entreteníamos imaginando cómo eran, dibujándolos con palitos en el barro o armándolos con semillas sobre la tierra, porque en verdad nunca los habíamos visto. Nunca habíamos visto nada más que una línea oscura en la margen opuesta del río.
Con lo que los mayores eran sumamente estrictos era con que nos vayamos a la cama a horario. Teníamos que dormir en grupo y siempre había un hombre en la puerta cuidando que a ninguno se le ocurriera salir de la tienda. Pero justamente lo que nos estaba matando de curiosidad era ver el momento en el que los cadáveres llegaban flotando. Si lo lográbamos, tal vez nos sería posible ver aunque sea a alguno de los de enfrente. Sabíamos que no iba a ser fácil hacerlo, pero por eso decidimos turnarnos para escabullirnos. Mi hermano y yo fuimos elegidos primeros para hacerlo.
Ese día tuvimos que juntar hojarasca y ramas durante todo la tarde para simular nuestros cuerpos durmiendo, porque durante la noche los guardias se metían cada tanto a contarnos para asegurarse de que estuviéramos todos. Con mucho cuidado armamos los bultos y los tapamos del mejor modo posible, poniéndolos entre los demás. Después, levantando muy despacio las parras de la pared logramos abrir un agujero lo suficientemente grande para pasar los dos. En cuestión de segundos estábamos afuera, arrastrándonos hacia la maleza.
Una vez protegidos por la frondosidad de los árboles nos pudimos mover con más libertad, y empezamos a caminar encorvados, mientras imitábamos los ruidos de los animales para despistar, como nos habían enseñado los mayores. La playa no estaba demasiado lejos, así que muy rápidamente llegamos a sus arenas, y una vez allí nos escondimos detrás de unos arbustos a la espera de los cadáveres.
Sin embargo, pasaron horas y horas y no vimos nada. Cada tanto se movía algo en el agua, pero enseguida nos dábamos cuenta de que se trataba de algún pez, o tal vez de un caimán. Estaba todo tan quieto que en un momento empezó a hacerse difícil combatir el sueño, que nos empezaba a bajar los párpados y nos impedía mantener la atención. Finalmente, cuando los grillos comenzaron a avisarnos que el amanecer iba a despuntar en cualquier instante, nos pareció prudente arrastrarnos de vuelta a nuestra tienda.
Todavía era de noche y todo seguía muy quieto, pero aun así decidimos no escatimar en cuidados. Por eso decidimos dar un rodeo y tomar un camino diferente al que habíamos seguido a la ida, alejándonos más que nunca de la aldea. Fue precisamente en ese desvío cuando de repente escuchamos unos gemidos. En realidad no fue ni siquiera necesario mirarnos para que empezáramos a movernos en esa dirección, cerca de la cual los ruidos se hacían cada vez más claros.
De pronto distinguimos unas luces, y detrás de la vegetación, unas fogatas. Alrededor del fuego había un montón de hombres, mujeres y algunos niños arrodillados, completamente desnudos, con los pies y manos atados y con las bocas amordazadas. Nos dimos cuenta por las muecas de que lo que a nosotros nos habían llegado como gemidos apagados en realidad eran intentos de gritos. Entre ellos caminaban unos hombres con máscaras, moviéndose con suma serenidad, y que en algunos casos parecían tratar de calmarlos con susurros y palabras que no llegábamos a entender. Era la primera vez que veíamos a los de enfrente, y no eran para nada como nos los habíamos imaginado.
De repente apareció el que creímos que era el líder y los reunió a todos. Eran bastantes, casi tantos como los hombres, mujeres y niños, y una vez que todos estuvieron alrededor del jefe éste les hizo una seña. Sin demora alguna se pusieron a cortarles el cuello a las cautivos, empezando por los hombres, mientras uno de ellos daba vueltas alrededor de los niños cantándoles una canción de cuna que nos sonó muy familiar. Mi hermano y yo nos miramos y nos dimos cuenta de que era la misma canción que nos solían cantar a nosotros los mayores antes de irnos a la cama.
Cuando terminaron con todos los hombres hicieron lo suyo con las mujeres, que ya estaban como descompuestas por el llanto, y, por último, con lo que pareció ternura, degollaron a los niños, que se dejaban agarrar con la docilidad de un animal domado.
Ante el tendal de muertos ninguno de los de enfrente se inmutó y, sin siquiera mirarlos, sacaron de atrás de unos arbustos unas literas que llevaban de a dos y en las que podían cargar varios cadáveres. Cuando ya no quedaba ninguno en el suelo empezaron la marcha a la playa.
Muy a la distancia pero sin perderlos de vista los seguimos hasta allí. Al llegar apoyaron las literas en la arena y empezaron a distribuir los cadáveres como mucho cuidado, asegurándose de que quedaran bastante separados entre sí y muy cerca del agua, mojándolos abundantemente de modo que pareciera que habían venido flotando.
Finalmente, cuando ya no quedaba nada más por hacer, todos se reunieron en círculo y se sacaron las máscaras. Realmente no se les podían ver los rostros porque era un círculo muy, pero muy apretado. El líder cantó una oración y, al terminar, se dispersaron y comenzaron a caminar hacia nosotros. Me costó un poco reconocerlos, pero eran los mayores.



Al otro día nos despertamos como siempre y les dijimos a los otros que no habíamos podido ver nada. Al salir de la tienda las mujeres nos encargaron como de costumbre ir a buscar agua al río. Una vez allí nos encontramos con los cadáveres y uno de nosotros corrió a avisarles a los mayores. Al rato aparecieron con las literas que usaban siempre y nos dijeron que fuéramos río arriba a buscar agua, mientras empezaban a juntarlos y las mujeres recogían flores por ahí, disponiendo todo para los funerales. Fue entonces cuando me separé de mi grupo y me quedé en el lugar. Ningún mayor me dijo nada, pero de algún modo entendí que si quería permanecer tenía que ayudar. Entonces me agaché, los levanté y empecé a juntar los cadáveres como los otros.

viernes, 28 de agosto de 2009

Una versión de la vergüenza

La pornografía no tiene nada que ver con lo que la gente suele imaginarse. Al comienzo pensé que se trataba sólo de coger todo el tiempo para que te vean, hasta que tuve que darme cuenta de que se trataba de más que eso. Porque nosotros somos importantes, ¿entendés?, para la sociedad, digo, aunque hoy todo el mundo nos mire de a ratitos y a escondidas en Internet, listos para dejarnos de lado ni bien acaban. Pero yo sé que después se quedan pensando en nosotros, quizá sin siquiera darse cuenta de que somos nosotros, pero ¿quién más los va a prender fuego cuando ya no los calienta nada?
Te puede dar la impresión de que estoy resentido o algo así, pero la verdad es que no. Soy completamente conciente del lugar que ocupo, y no es que lo quiera cambiar, ya no puedo, pero sólo me interesa desarmar toda la hipocresía que hay alrededor. Eso es algo que no tolero, la hipocresía. Como cuando mi vieja armó tremendo escándalo el día que se enteró a qué me dedicaba, como si los años de cuernos a mi viejo la hubieran hecho algo mejor que yo. Pero se equivocan, ella y todos los que piensan así. No son mejores que nosotros.
Sí te puedo contar cómo fue que me di cuenta de lo importante que somos. Hace unos meses estaba en un ascensor y una mina que se subió en uno de los pisos de repente me reconoció. Al principio me miraba sólo de reojo, porque evidentemente le resultaba familiar, pero bastó un ir y venir de cabeza y que todos los colores se le fueran a la cara para que no hubiera más dudas de que había caído que era yo. Y te juro que lo único que hice fue girar poniendo el gesto más neutral que me salió, pero la mina escondió la cabeza entre los hombros enseguida, aunque dejándome ver lo que para mí fue una revelación: no sólo que era obvio que se había echado un buen polvo o una buena paja con un video mío, sino que quedó desnuda ante mí. "Esta mina," pensé, "que se debe coger al marido o al novio o a quien sea una vez cada tanto, acaba de ver al tipo con el que se armó tremenda fantasía y no en la pantalla como la otra vez, sino justo al ladito. Tan cerca que hasta me puede tocar. Si hasta se le debe estar pasando por la cabeza que me la puedo terminar cogiendo como a esa norteamericana con la que hice el clip del ascensor el año pasado." A mí no me importó que todo lo que yo hago haya quedado expuesto, pero a ella sí, porque se fue muy rápido toda avergonzada. Pero seguro que muy caliente también.
Es por eso que desde ese día me siento importante. No porque disfrute la vergüenza de la gente que me reconoce, sino porque me doy cuenta de que cuando sucede, a ellos les pasa algo muy intenso. Muy único. Porque yo soy alguien que siempre tienen ganas de ver, pero, claro, cuando me aparezco en persona quieren salir corriendo. ¿Te imaginás esa contradicción toda junta en un segundo? Y después quedan re calientes, segurísimo. Me los imagino yendo a la casa a ver los videos de nuevo, para ver si la tengo tan grande como se acordaban, o si soy tan bestia para hacerlo, porque claro, ahora seguro que soy de verdad.
¿Y porque creo que es algo que vale la pena sentir, me preguntarás? Porque la vergüenza, la exposición, es algo necesario, ¿sabés? Es un escalofrío que te descoloca, que te hace esconderte primero, pero que te hace sentir algo que no te pasa todo el tiempo, que te renueva, porque después lo mirás todo como con picardía, con el ánimo entusiasmado. Eso te renueva, te aceita las venas, porque desde el momento en que se te achica el corazón en ese instante, justo después se te agranda y se te acelera el pulso. Es como un baldazo que te saca de la rutina en la que vivís y te dice: "Che, estás vivo". Y de ahí a que se te pare o que una mina se moje toda hay dos pasos, te lo firmo.
Y en eso te tengo que decir que los envidio. Porque después de todo lo que hice en los últimos años te juro que la vergüenza la perdí sin retorno. No es que sufra, al contrario, me gusta mi vida, pero extraño esa sensación de sentirme a veces chiquito ante algo o alguien. Y, de nuevo, no me considero ni mejor ni peor que nadie. Pero yo ya saqué todo en la pantalla, hasta lo que los otros ni ven.

jueves, 20 de agosto de 2009

Sobre Laura Palmer y quién la mató


Pocas cosas me cautivaron tanto como el rostro de Laura Palmer. Y creo que no sólo a mí, sino a todos los personajes de la serie Twin Peaks. Todos en el pueblo parecían irremediablemente presos del encanto de Laura: cada uno de ellos tenía algo que ver con su vida, o por lo menos había buscado involucrarse en ella de algún modo. Concentrando todo el deseo colectivo, una vez muerta poseía un magnetismo aún mayor que viva.
Y cuando mi aprehensión por ella comenzó a crecer a la par de la intriga alrededor de su asesinato (un asesinato cargado de erotismo, lo que la hacía todavía más apetecible, con el pelo revuelto sobre el plástico que la envolvía) me empezó a dar la impresión de que todo el lugar, desde los dos lados de la pantalla, se llenaba de una inflamación sofocante, de una casi desesperación por apretarla entre los brazos, de una urgencia por tenerla cuando y donde fuera. Así Laura se volvió una especie de muñeca y ya no una persona, completamente saturada de nuestro deseo, porque todos queríamos un pedazo de ella, e, insaciables sin satisfacción, nos cebábamos más al recordar que sólo nos quedaba un cuerpo echándose a perder.
Sin embargo, los que la conocimos sólo de muerta tardamos en percatamos de que esto ya sucedía desde antes: que todos la buscaban, todos la deseaban, aunque sea de a partes, a escondidas, e inclusive cuando sólo accedía a recibirte entre sus tinieblas. Cuando supe la verdad de lo que había ocurrido me di cuenta de que la habíamos matado nosotros mismos por quererla tanto.

martes, 18 de agosto de 2009

Liliana

Hay muchas razones que me hacían odiar las visitas a lo de mi abuela. En parte se debía a la poca luz que había en esa casa, al maníatico orden que era imposible obviar o a la ridícula costumbre de poner los cubiertos como mandan los principios de etiqueta. Pero creo que lo que superaba todo era esa especie de ley no siempre tácita de que los chicos nos teníamos que callar cuando los adultos hablaban.
Otra cosa era el retrato ese de la chica que siempre me había gustado pero no sabía quien era. Era tan tímido que nunca me atreví a contárselo a nadie, pero las veces que logré juntar coraje para preguntar quién era me encontré con sólo silencios o miras que me llegaron a parecer como ofendidas.
Era una foto sacada en un día al aire libre, en un parque o una quinta, con la cabeza reclinada junto a un árbol. Y creo recordar que tendría algo asi como 9, 10 años, y el pelo mas lagro de lo que entraba en el cuadro. Nunca me había enamorado hasta el momento pero creo que esa fue mi primera vez, porque cuando me quedaba a dormir en lo de mi abuela lo primero que hacía era ir a ver la foto, siempre a escondidas, por supuesto, imaginándome que jugábamos, pero a unos juegos que nunca se me había ocurrido jugar con nadie más ni que podria describir. A falta de un nombre le había puesto Liliana.

Me imaginaba que le habían sacado la foto hace mucho tiempo porque era blanco y negro y porque la sonrisa parecía sencillamente como de antes, como si hace tan solo unos años la gente tuviera la costumbre de sonreír de un modo en el que ya no se acuerdan o no nos quieren mostrar.
Una tarde en la que mi abuela se fue para el fondo se nos ocurrió a mis primos y a mí aprovechar la ocasión para revolver lo que había en esos roperos tan atiborrados que nunca nos dejaban revisar. Mi abuela los tenía llenos de cosas que apenas había usado, o que estaban aún en sus envoltorios, y cuando le preguntábamos porqué nos decia que así hacía el que había pasado la guerra, pero lo mas extraño de la respuesta es que ella había nacido en Argentina cinco años después de que sus padres hubieran escapado de Europa.
La cantidad de cosas que había apiladas desafiaban cualquier preconcepto sobre lo que es posible de guardar en un espacio tan reducido como un ropero de dos cuerpos. Pero evidentemente alguien había apisado con fuerza todo lo que ahí había porque siempre que levantábamos algo había algo mas donde parecía que ya íbamos a encontrar el fondo de madera. En un momento en que mis primos se estaban entreteniendo con unos sombreros viejos sentí con el borde de la mano una superficie dura. Tanteé un poco y me parecio que era una caja de cartón. Con dificultad tiré hacia mi y se me vino encima, cayéndome sobre una pila de sacos apolillados. La verdad es que no tenía idea de qué era lo que podía encontrar en esa caja, pero de repente me invadió un profundo sentimiento de privacidad, de que lo que había adentro me concernía íntimamente, y me escabullí hacia la cocina, alejándome del saqueo que estábamos perpetrando.
Acerqué una silla a la mesa y sobre el mantel de plástico que mi abuela siempre ponía cada vez que íbamos nosotros apoyé la caja. Lo que tenía frente a mi se me cifró en el momento como la profanación de un misterio, aunque seguía sin saber qué era lo que contenía. Por eso me puse a pasarle el dedo a la tapa. Primero por los costados, de a uno, y solo con las yemas, y despues ya con la palma entera sobre la parte de arriba. Era una superficie áspera, y creo que me entretuve un buen rato tratando de armar el patrón de rugosidades que sentía con la mano, sin todavía animarme a abrirla.
Evidentemente estaba completamente abstraído con lo que pensaba que no me di cuenta de que mi abuela estaba entrando en la cocina. Y la rigidez que le marcaba cada una de las arrugas de repente se le fue y la cara se le pobló con absoluta y pura vergüenza. A mí se me aflojaron las piernas y la mano se me hizo de piedra sobre la caja, con un miedo como pocas veces sentí.
Al instante mi abuela dio dos pasos arrastrando los pies y sin todavía acusar recibo de mi presencia hizo un intento para levantarla, pero yo tenía la mano paralizada encima sin saber porqué, y en verdad quise sacarla pero no pude. Finalmente la determinación de mi abuela fue tal que logró quitármela, pero como todavia estaba haciendo presión encima de la tapa la caja se terminó precipitando sobre el suelo.
En realidad lo que había adentro eran sólo fotos. De la familia, de mi papá, de mi tío, de familiares que alguna vez había visto. Pero a pesar de que eran muchísimas fotos y muchísimas personas, entre toda esa gente la vi a Liliana. Liliana contra el árbol, en una hamaca, con un perro, con unos chicos contra un arco, en la escuela con la maestra, y con mi abuela mucho más joven sosteniéndola en su regazo, con esa sonrisa que a mí me parecia que se habían olvidado, o que ya no me querían mostrar.
Me agaché, junté todas la fotos y las metí en la caja frente a la postura abatida de mi abuela, que se habia quedado muda frente a las imágenes, aunque en ese momento supe de algún modo que sus ojos se habían posado sólo en las fotos de Liliana, y que más que mirarlas ellas la estaban mirando a mi abuela.
Fui al cuarto donde estaba el ropero y, con mis primos todavía de fondo con los sombreros, la puse donde la había encontrado. Esa tarde no me animé a ver a mi abuela y le pedí a mi papá que me fuera a buscar antes porque me dolía la panza.
No pasaron muchos días antes de que volviera, y no es que la curiosidad hubiera desaparecido, pero la tenía como aplastada, y no rondé la repisa donde siempre estaba el retrato de Liliana. Sin embargo, un rato antes de irme me acerqué y la miré. Tengo la certeza de que en ese momento lloré, pero no sé si con lágrimas y la respiración entrecortada, pero sé que lloré. Y todo el amor que tenía por ella en el pecho lo dejé en ese rincón y me despedí.
A partir de ese momento las visitas a lo de mi abuela dejaron de ser tan odiosas. No porque hubiera abandonado los hábitos insoportables que tanto me irritaban, ni porque se hubiera vuelto mas cariñosa con nosotros, aunque yo empecé a sentir que a veces me quería a su lado. Y yo sorpresivamente comencé a disfrutar de pasar tiempo con ella. Siempre callados, a veces sin si quiera dirigirnos la mirada, pero con pleno registro del otro en la mesa de la cocina. Y al mirar hacia abajo veía las baldosas sobre las que se habían caído las fotos y me parecía que ella hacía lo mismo. Hoy y entonces sé que la sensación era la misma de aquella vez: que la que miraba era Liliana a nosotros, desde las fotos.

domingo, 16 de agosto de 2009

Las patas sobre el cantero

Todos sabíamos en el barrio que le pegaban. Los padres, quiero decir.
A veces aparecía con el pelo desaliñado y los ojos llorosos, y bastaba con que alguno le preguntara qué le había pasado para que nos lo confirmara con su huida a paso apretado. Escondiendo la cara entre los hombros. Eso es de lo que más me acuerdo.
Era hija única, o eso es lo que le había parecido al resto, porque sus padres tenían otro hijo, Humberto. Contrariamente a lo que demostraban por Gabriela, era una desesperación inexplicable la que tenían por él. Todos éramos testigos de la devoción que mostraban cada vez que aparecía, y en particular de la que le obligaban a Gabriela a prestarle. Los abrazos, los besos, las caricias, todo era excesivo, al punto que se podía pensar que era amor, si es que se puede sentir tal cosa por un gato y no por un hijo. A Gabriela parecían realmente detestarla, como deseando todo el tiempo que no hubiera nacido, y castigándola constantemente por eso, por uno de los únicos actos realmente involuntarios de nuestras vidas.
Con el paso de los años Gabriela creció y el esañamiento de sus padres se apaciguó. No el odio, pero sí seguramente la frecuencia de las palizas, lo ridículo de sus motivos, la fuerza de los golpes. Me imagino que, como todo el mundo, los padres sencillamente se cansaron de hacer lo que habían hecho siempre con su hija. De hecho, en un momento a todos nos dio la impresión, siempre entre murmullos y miradas cruzadas, de que tal vez ya no le hacían daño.
Finalmente un día desapareció. Fue en verano, porque me acuerdo de que siempre la veía caminar al almacén a comprar alimento balanceado para el gato con ese vestido amarillo cortito que le quedaba tan bien, y un día sencillamente no la vi más. Y nadie dijo mucho, o en realidad sí, alguien hizo una vez un comentario jocoso, del estilo de que estaba enterrada en el fondo de la casa o de que los padres la habían echado y se había hecho puta. Y yo me debo haber reído, seguramente acicateado por algunas cervezas que tenía encima, pero la verdad es que después me sentí culpable.
Un día me acuerdo de que tuve que ir a la casa de los padres. En esa época yo había dejado la escuela y me había puesto de aprendiz de electricista. La madre me había llamado porque se le habían quemado unos cables y necesitaba que se los cambie. Cuando entré me recibió en bata con esa expresión perdida y huraña que llevaba siempre, mientras el padre se arrastraba al cuarto sin saludar.
Gabriela ya había desaparecido hace dos meses y yo todavía sentía esa culpa, para entonces inexplicable, que me estaba matando de ganas de preguntarle qué había sido de ella, deseando que me dijeran cualquier cosa que me hiciera pensar que no había pasado nada de lo que me había reído. Pero no sé por qué, en ese momento me percaté de que el gato no estaba. En realidad no llevaba en la casa más de unos minutos pero es como si hubiera percibido algo que me señaló su ausencia y, me imagino que por los nervios, le pregunté por el animal en lugar de por Gabriela.
"¿Eh?", me dijo la madre al tiempo que se le desarmaba el gesto hostil y la cara se le cubría como con una sombra, con toda la tristeza, dolor y odio del mundo. Sin siquiera mirarme se dio vuelta y se fue para la cocina.
"Lo mató un hijo de puta hace dos meses," me dijo el padre con la voz ahogada por la somnoliencia desde la cama. "Apareció ahorcadito en el patio, con las patitas colgando sobre el cantero..."
No tengo idea de cómo hice pero logré terminar el arreglo en dos minutos y les dije acercándome a la puerta que estaba apurado y que no se preocuparan por la plata, que uno de esos días pasaba a que me pagaran. En verdad nunca lo hice, y cada vez que veía venir a alguno de los dos por la calle los evitaba, nos evitábamos.
Hace un tiempo que no los veo más, y la verdad es que lo agradezco. A veces me pregunto por qué y me digo a mí mismo que no tengo la respuesta, pero creo que es la vergüenza. La vergüenza de haberme inmiscuido en lo que no me importaba, por haber sido tan estúpido de preguntar otra cosa, por haberme ido casi corriendo de esa casa de locos, por hasta sentir pena por el gato. O quizá fue vergüenza por todos: por el barrio, por mí, por los padres, por Gabriela misma. Porque todos sabíamos menos el gato.