El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

domingo, 16 de agosto de 2009

Las patas sobre el cantero

Todos sabíamos en el barrio que le pegaban. Los padres, quiero decir.
A veces aparecía con el pelo desaliñado y los ojos llorosos, y bastaba con que alguno le preguntara qué le había pasado para que nos lo confirmara con su huida a paso apretado. Escondiendo la cara entre los hombros. Eso es de lo que más me acuerdo.
Era hija única, o eso es lo que le había parecido al resto, porque sus padres tenían otro hijo, Humberto. Contrariamente a lo que demostraban por Gabriela, era una desesperación inexplicable la que tenían por él. Todos éramos testigos de la devoción que mostraban cada vez que aparecía, y en particular de la que le obligaban a Gabriela a prestarle. Los abrazos, los besos, las caricias, todo era excesivo, al punto que se podía pensar que era amor, si es que se puede sentir tal cosa por un gato y no por un hijo. A Gabriela parecían realmente detestarla, como deseando todo el tiempo que no hubiera nacido, y castigándola constantemente por eso, por uno de los únicos actos realmente involuntarios de nuestras vidas.
Con el paso de los años Gabriela creció y el esañamiento de sus padres se apaciguó. No el odio, pero sí seguramente la frecuencia de las palizas, lo ridículo de sus motivos, la fuerza de los golpes. Me imagino que, como todo el mundo, los padres sencillamente se cansaron de hacer lo que habían hecho siempre con su hija. De hecho, en un momento a todos nos dio la impresión, siempre entre murmullos y miradas cruzadas, de que tal vez ya no le hacían daño.
Finalmente un día desapareció. Fue en verano, porque me acuerdo de que siempre la veía caminar al almacén a comprar alimento balanceado para el gato con ese vestido amarillo cortito que le quedaba tan bien, y un día sencillamente no la vi más. Y nadie dijo mucho, o en realidad sí, alguien hizo una vez un comentario jocoso, del estilo de que estaba enterrada en el fondo de la casa o de que los padres la habían echado y se había hecho puta. Y yo me debo haber reído, seguramente acicateado por algunas cervezas que tenía encima, pero la verdad es que después me sentí culpable.
Un día me acuerdo de que tuve que ir a la casa de los padres. En esa época yo había dejado la escuela y me había puesto de aprendiz de electricista. La madre me había llamado porque se le habían quemado unos cables y necesitaba que se los cambie. Cuando entré me recibió en bata con esa expresión perdida y huraña que llevaba siempre, mientras el padre se arrastraba al cuarto sin saludar.
Gabriela ya había desaparecido hace dos meses y yo todavía sentía esa culpa, para entonces inexplicable, que me estaba matando de ganas de preguntarle qué había sido de ella, deseando que me dijeran cualquier cosa que me hiciera pensar que no había pasado nada de lo que me había reído. Pero no sé por qué, en ese momento me percaté de que el gato no estaba. En realidad no llevaba en la casa más de unos minutos pero es como si hubiera percibido algo que me señaló su ausencia y, me imagino que por los nervios, le pregunté por el animal en lugar de por Gabriela.
"¿Eh?", me dijo la madre al tiempo que se le desarmaba el gesto hostil y la cara se le cubría como con una sombra, con toda la tristeza, dolor y odio del mundo. Sin siquiera mirarme se dio vuelta y se fue para la cocina.
"Lo mató un hijo de puta hace dos meses," me dijo el padre con la voz ahogada por la somnoliencia desde la cama. "Apareció ahorcadito en el patio, con las patitas colgando sobre el cantero..."
No tengo idea de cómo hice pero logré terminar el arreglo en dos minutos y les dije acercándome a la puerta que estaba apurado y que no se preocuparan por la plata, que uno de esos días pasaba a que me pagaran. En verdad nunca lo hice, y cada vez que veía venir a alguno de los dos por la calle los evitaba, nos evitábamos.
Hace un tiempo que no los veo más, y la verdad es que lo agradezco. A veces me pregunto por qué y me digo a mí mismo que no tengo la respuesta, pero creo que es la vergüenza. La vergüenza de haberme inmiscuido en lo que no me importaba, por haber sido tan estúpido de preguntar otra cosa, por haberme ido casi corriendo de esa casa de locos, por hasta sentir pena por el gato. O quizá fue vergüenza por todos: por el barrio, por mí, por los padres, por Gabriela misma. Porque todos sabíamos menos el gato.

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