El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Los jardines del faraón

La última vez que envié a la mujer del sacerdote a conseguirme incienso se demoró más de lo tolerable y por eso la mandé a azotar. Desde entonces no se llega a consumir siquiera una vez la arena del reloj antes de que aparezca solícita tras las puertas de mis aposentos, con una talega llena de incienso en sus manos temblorosas.
Desde mi ventana puedo ver la total extensión de mis jardines. Los sirvientes tienen estrictas órdenes de mantenerlo impecable, con las fuentes brillantes, las flores en total esplendor y hasta el último guijarro de sus múltiples caminos reluciente. Jamás bajo a recorrerlo, o por lo menos ya no lo hago, porque hace un tiempo me di cuenta de que me basta con observarlo todo desde mi ventana, apenas apoyando los índices sobre el dintel.
Curiosamente, a partir de que comenzó mi reclusión, todos los príncipes vecinos insisten en conocerme. Obviamente, el protocolo me impide negarme, pero la condición inamovible que les impongo es que debemos reunirnos en mi palacio. Aquí organizamos los más suntuosos banquetes, embriagándonos hasta desmayarnos y fumando de los narguiles ascostados en esterillas, ocasionalmente saciando nuestros deseos carnales con la primer doncella que se nos atraviesa. Y no hay príncipe que no me haya rogado volver a mis festines. A veces se los concedo y a veces no.
También debo decir que todas las princesas de la región me han manifestado su voluntad de contraer matrimonio conmigo, inclusive a veces postrándose a mis pies, pero he dicho que no sin excepción.
Mis consejeros me repiten que ya debería casarme, de que es hora de que tenga descendencia, que le dé al pueblo un heredero a quien adorar. Me exhortan constantemente a que me dedique a salir de viaje por los reinos que poseo, a recorrer las cortes, para dar así con la indicada, pero lo que ellos no saben es que no es necesario, porque desde mi ventana ya la encontré, paseando por mis jardines.
El primer día que la vi no supe quién era, pero ante mis inquisiciones mis informantes me dijeron que se trataba de la hija del jardinero. Ese hombre al que le había encomendado el bienestar de mis preciosas flores había producido ante mí a la más hermosa, y yo habia tenido el privilegio de contemplarla. Inmediatamente ordené que la muchacha estuviera al exclusivo cuidado del cantero que está frente a mi ventana, desde donde puedo verla desde detrás de los pesados cortinados.
Todos los días le doy precisas instrucciones de cómo tiene que arreglar las flores, y hasta ahora no he logrado que me viera a la cara porque cada vez que me dirijo a ella inclina su cabeza en una reverencia. Se me ha ocurrido que alguna vez sencillamente puedo instarla a mirarme, pero es algo a lo que no me atrevo. Lo único que ha visto de mí es mi sombra proyectada sobre el jardín.
Desde entonces han pasado dos años, los más largos, bellos e insoportables de mi vida, que no pueden ser igualados por ninguna de las aventuras y hazañas que acometí en los tiempos en los que salía del palacio, ni por los deslumbrantes cantos que recita el poeta de la corte. Tampoco logro olvidarla en los vapores de los largos baños de mirra que me doy, o en las orgías en las que violo muchachas con tanta ferocidad que pierdo el conocimiento.
Pero haga lo que haga, no puedo evitar que Sherezada aparezca todo los días frente a mi ventana, y sentirme presa de su encanto, de cómo estira los tallos, de cómo apelmaza la tierra con sus manos y de cómo sus cabellos se confunden con los hilos del agua que derrama.
En esos momentos mi corona me pesa tanto que tengo que quitármela.


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Van a hacer dos años ya desde que hice a Sherezada mi esposa, y en pocos meses nacerá nuestro primer hijo. Ya no vivo en el palacio, sino en el valle que está más allá de donde antes llegaba la vista, donde aro la tierra y sacrifico las reses que nos dan de comer, sin dejar que una gota de sangre manche el jardín de mi esposa. Ella se levanta todos los días al alba para procurar de que no mengüe en nada su hermosura, propinándole cuidados aún más meticulosos que los que le veía hacer en los jardines de mi palacio.
Al principio me preguntaba cómo podía estar tan complacida conmigo, después de que la había raptado de su casa, escapándonos y casándonos en un monasterio perdido en las montañas. Jamás me dijo palabra alguna, pero tampoco nunca se resistió. Y cuando un día por primera vez en mi vida sentí culpa, un sentimiento inusitado para mí, junté la única verdadera fuerza que tengo y, con los ojos encendidos de pasión le pregunté por qué permanecía a mi lado. Entonces, desde detrás de sus flores, Sherezada me contestó: "Por la forma de tu sombra sobre el jardín".


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