El extrañamiento del mundo es un lugar que pensé para darse cuenta de que lo nuevo es inagotable, de que nunca se acaba. Que siempre hay algo más donde pensábamos que habíamos visto bien. Para darse cuenta de que siempre hay cosas de las que podemos darnos cuenta.
Eso es lo que espero que les pase a ustedes al leerlo, que es lo que me pasa a mí. A partir de una canción, de un comentario, de una anécdota, de una lectura o de un simple cambio en el aire me voy, me extraño a un lugar. Un lugar que no se puede explicar sino sólo vivir. Un lugar donde todo es lo mismo pero no es lo mismo, donde se te refunda la percepción. Un lugar donde puede parecer que no hay nada, pero del que yo me traigo algo, que son estas historias.

sábado, 24 de octubre de 2009

Una versión del silencio

El silencio puede ser la mejor de las armas, o algo así. Eso es lo que estoy descubriendo últimamente. Quedarme callado ante lo que sea que me dicen puede ser lo peor que se le puede hacer al que tengo enfrente. A cualquiera. Al encargado del edificio, a la cajera del supermercado, a mis vecinos, a mi mamá. De hecho, algunos de ellos directamente creen que soy mudo, o eso me han dado a entender con sus miraditas lastimeras y favores estúpidamente condescendientes (como si ser mudo me impidiera abrir la puerta del edificio por mi propia cuenta).
Lo que pasa es que sencillamente no tengo más nada que decir; o, mejor, nada de lo que los otros dicen me mueve siquiera a proferir la más insignificante sílaba ni el más socialmente adecuado gruñido. Nada, así de fácil.
Antes, no era de ese modo, para nada. Inclusive, de manera retrospectiva me doy cuenta de que era algo verborrágico y, como todas las palabras terminadas en -ragia, yo también hacía un derroche desmedido, pero de palabras. Ahora sencillamente me guardo las palabras. El mundo puede tener lo que quiera de mí, a él me brindo sin problemas, pero las palabras me las quedo yo.
Todo empezó cuando me di cuenta de que cada vez que decía algo el otro se lo apropiaba. Y me daba tanta bronca... llegué a agarrarme terribles furias al darme cuenta de que alguien repetía una frase, un giro, un ocurrencia de mi propia autoría. Sin embargo, con el tiempo me percaté de que también me sacaba de las casillas que alguien tomara cualquier palabra dicha por mí, hasta la más común e imperceptible preposición. Porque cada vez que digo una palabra, es única, irrepetible, lanzada al universo con mi marca, nutrida en su estructura por mis fluidos, empapada de mi savia, de la sangre misma que me corre por las venas. Como si al escucharla se oyera como un eco de mi nombre en cada una de ellas. Eso, eso mismo es lo que sentían los otros, y eso es lo que los muy ladinos me querían robar. Pero ya no más; ahora son para mí, para mí solito.
Todos los días me levanto y los primero que hago, inclusive antes de abrir los ojos, es decirme algo, cualquier cosa, con tal de escuchar un sonido salido de mi boca. A partir de ahí todo lo demás es completamente superfluo. La comida, el baño, el ejercicio, la música. Basta con leer la más mediocremente escrita instrucción de elctrodoméstico para que el ambiente florezca, el más chato resumen de banco, el más gris subtítulo de serie, y todo se vuelve magia alrededor.
A veces escucho a los demás y practico nuevas pronunciaciones, ensayando, articulando, creando verdaderas puestas en escena cada vez que emito sonido alguno. Algunos no podrían creer la pasión que pongo en cada modulación, las lágrimas que he derramado al declamar la fecha de vencimiento de la leche, o cómo monté en cólera una vez al repetir un jingle publicitario que había escuchado ese mismo día. Cuando me animo me grabo, pero a veces me invade el miedo de que alguien se haga de las cintas, por lo que periódicamente las destruyo.
Así es como aprendí a preservar lo mío. No como aquel día, cuando recibí un llamado de la policía diciendo que tenía que reconocer un cuerpo que parecía ser el de mi esposa. Y allí, callada para mí y para todos me entregó una última imagen que atesoro con horror en lo más profundo de mi memoria. Y en ese silencio sepulcral yo me llamé a silencio frente a los otros. Porque una vez le había dado al mundo lo que más amaba, y lo que obtuve es que alguien se lo apropiara y lo destruyera. Por eso, hoy mis palabras, que son lo que me quedó, son para mí.
Mis amigos y familiares se compadencen de mí, pero yo, desde mi mutismo, trato de hacerles entender que no es necesario, porque no estoy mal. Estoy bien, mejor que nunca, diría. No existen los días negros para mí. No hay tristeza que me abata ni amargura que me colme, porque todo, todo es pura belleza con la dulzura de mis palabras.

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